(Le 21, 20 – 28)

Como sabéis, estamos en la última semana del ciclo litúrgico. El domingo pasado fue fiesta de Cristo Rey. Ese Cristo Rey que va a venir, como Él mismo anuncia en este Evangelio. Estos Evangelios hablan del fin de Jerusalén – del fin del mundo-, muy a propósito para esta semana litúrgica final antes de empezar otra vez a recordar ese ciclo de Jesús en Adviento. 

Dice así este Evangelio de San Lucas: -“Cuando veáis a Jerusalén sitiada por ejércitos, sabed que está cerca su destrucción”. Ciertamente, treinta y seis años después de que Cristo dijera estas palabras, los ejércitos del imperio de Roma – mandados por Tito- cercaban Jerusalén. 

Estaba cerca de su destrucción. Se cumplió al pie de la letra. Entonces, los que están en Judea, que huyan a la sierra, donde podían esconderse, salvaguardarse un poco de estos ejércitos; no era en las ciudades, que estaban cercadas y entrarían a saco para destruirlas y coger prisioneros a todos. En cambio, había que refugiarse en la sierra.  Es un consejo prudente que les daría a aquellas gentes; él lo avisa: los que están en la ciudad, que se alejen. La ciudad es el peligro máximo, donde van a ocurrir todas las tragedias: “ los que estén en el campo, que no entren en la ciudad porque serán días de venganza en que se cumplirá todo lo que está escrito. ¡Ay de las que estén encintas y criando en aquellos días!”. Pobres mujeres, se verán avasalladas, pisoteadas. Sus maridos alejados, muertos, esclavos. Quizá sus hijos arrancados de ellas para llevárselos también.  “Porque habrá angustia tremenda en esta tierra, y un castigo para este pueblo”. Efectivamente todo ocurrió al pie de la letra. Cuentan los historiadores romanos que murieron crucificados treinta mil hombres. Eso es lo que nos cuenta Flavio Josefo. “Caerán al filo de la espada, los llevarán cautivos a todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada por los gentiles hasta que a éstos les llegue su hora”.

Jesús, que profetiza esto, ensayaba con los romanos una postura de paciencia y de conquista. Logró – con sus obras- que el centurión romano se acercara a pedirle la curación. Uno, la de su hija; otro, la de su criado, con aquella fe que dice: No he visto tanta fe en Israel. ¡Qué fe tan extraordinaria! Iba conquistando a los romanos uno a uno.  ¡Con qué delicadeza y tino habla con Pilatos! Su mujer estaba desasosegada, estaba convertida a Cristo en su corazón y le influía. Cristo – con su dignidad, su mansedumbre, su ejemplo, su caridad y el hacer el bien- iba conquistando a los romanos. Pero los judíos no quisieron este procedimiento. Entre Jesús y Barrabás, cuando se les ofrece: – He aquí el hombre (“ecce homo”), piden a Barrabás. O sea, ellos escogen el camino de los sicarios – Barrabás era un sicario -, de la venganza de matar a los romanos en la sombra de la noche y de lucha contra ellos sin cuartel. Escogen esta vía para vencerles y no la de Jesús: pacífica, irlos conquistando con mansedumbre, con su caridad, con su conversación y con sus milagros. Rechazan a Jesús. ¡Qué venganza  viene, entonces, de este pueblo romano! Llega un día en que destruyen Jerusalén. Treinta mil crucificados, ¡treinta mil!, ¡Pobres judíos! Si hubieran escogido ese otro camino de paz, de diálogo de amor, de perdón al enemigo, de conquista por el amor… no habrían tenido treinta mil crucificados; no habrían vivido estas escenas de angustia en sus mujeres y en sus niños. Pero no oyeron a Cristo. Prefirieron la violencia. Y la violencia engendra violencia. 

Así se cumplió esa profecía de Jesús y fueron destruidos. Hasta que a los gentiles les llegue su hora. En el año 312, Constantino -emperador de Roma- deja en libertad a los cristianos y empieza la cristianización a gran escala del Imperio Romano. Después los bárbaros quedarán también cristianizados: la cristianización de todo el continente conocido de Europa. Los cristianos en Europa no fueron como los judíos, no perseguían a los romanos. Supieron aguantar las persecuciones y fueron aumentando en número con convenciones y conquistas. En tiempos de Constantino había mucha gente en su gobierno, muchos cónsules y gente influyente que ya se había convertido al cristianismo. En el primer momento ya pasó con santa Priscila, hija de un gran senador, y con tantos otros. Fueron conquistando (por el amor) a ese Imperio Romano al que {los judíos} querían vencer por la violencia y fueron destruidos. 

Conquistando por el amor se logró la conversión del Imperio y la posibilidad de la conversión de toda Europa, de ese Imperio blanco de Kiev – de las rusias- del cual se acaba de celebrar el milenario. La conquista, la cristianización de toda Europa y de ahí, de toda América y de tantos misioneros por el mundo.

¿Qué lograron los sicarios siguiendo el camino de Barrabás?

El Evangelio enlaza con otra profecía mediante conjunción ilativa: esto “y” eso otro. Habla aquí del final del mundo. Naturalmente los cristianos juntaron esas dos cosas, no vieron que ésta “y” era una cosa “y” otra. Juntaron las dos y los primitivos cristianos creían que, pasada esa destrucción de Jerusalén, vendría enseguida el final del mundo. Es lo que se llama el fenómeno de la Parusía. Estaban esperando ya la segunda venida de Cristo, este Cristo glorioso, Cristo Rey. 

Esta confusión les llevó a un gran error económico. Como creían que iba a venir pronto ya destruida Jerusalén, decían que iban a vivir lo que les quedara de vida hasta que viniese: vendieron las tierras, todo lo que tenían y fueron consumiendo este capital. Vendían lo que tenían, reunían unas monedas, pero no las hacían producir ni las trabajaban: la parábola de los talentos, que hay que trabajarlos, por lo menos meterlos en un banco y que dé intereses. Así ,al menos, no se pudre ese capital. Pero no, fueron comiéndoselo; fueron comiendo las riquezas de todos. Así quedó esa Iglesia de Jerusalén, con una pobreza tan extrema que Pablo tenía que ir pidiendo limosnas por todas las cristiandades que él había fundado en Europa, para enviar dinero a Jerusalén porque se había quedado sin nada. Esperando la Parusía no daban golpe. No, no seamos así. Hemos de trabajar. Cristo vendrá cuando Él quiera. Nadie sabe el fin del mundo. Cuando Él quiera. Hemos de trabajar para tener lo necesario, para ayudar a todos,  para ajardinar el mundo, que por eso somos adanes nuevos en este mundo – hijos de Dios-, para acabar de poner hermosa su creación. 

La Parusía vendrá cuando venga, nadie sabe cuándo. Por no saberlo, estemos mano sobre mano; pongamos todo nuestro esfuerzo y ya vendrá cuando sea. Si nos encuentra trabajando en medio del mediodía – como dicen algunos himnos del breviario -, ¡qué hermoso que Dios oiga el ruido de nuestro trabajo! 

La segunda parte anuncia esos fenómenos, esos signos: el sol, la luna, las estrellas. Pone que la gente se angustiará al ver este final del mundo – ese temblor cósmico- por lo que le viene encima. Pero dice a los creyentes, a los que llevan en su corazón esa señal – como había en los dinteles de las puertas del pueblo Judío en Egipto -, esa señal de la gracia: – ¡Tranquilos, porque cerca está vuestra liberación total, tranquilos! Se angustian los que no saben donde están, no saben lo que hacen, no tienen esperanza y no tienen ninguna luz que les oriente en su vida. Vosotros que tenéis a Cristo por Rey, ¡tranquilos!, se acerca vuestra liberación.

El final del mundo no está tan lejos realmente porque para cada uno de nosotros ciertamente el final está cerca. Para unos, forzosamente porque somos ya viejos; para otros, porque puede pasar cualquier cosa. La muerte nunca se sabe cuándo llega. Y la muerte en nuestros ojos agónicos: veremos palidecer el sol, veremos temblar la luna, veremos caer las estrellas. Sentiremos una angustia enorme si realmente tenemos resentimientos, remordimientos y tantos pecados en nuestra conciencia: orgullos, criticas, vanidades… Pero si nos hemos purificado de todo ello, ¡tranquilos!, aunque veamos que se nos escapa la luz de los ojos, el aliento del alma y la última fuerza de nuestros músculos: ¡tranquilos, se acerca nuestra liberación! 

De manera que esta primera parte de la profecía ya se cumplió. La segunda, para cada uno de nosotros se cumplirá. No sabemos nada, pero relativamente pronto. Estamos preparados para ser de este grupo que espera con gusto la liberación. 

Termino con una sugerencia. Se hace catequesis del Bautismo para los adultos que se van a bautizar o los neocatecumenales la renuevan para vivirlo de verdad. Se hace catequesis de Confirmación, se prepara a la gente para la Confesión y para la Primera Comunión. Se da preparación prematrimonial y una larga catequesis de formación para los sacerdotes. Se hace también – cuando las personas son mayores – una catequesis para que reciban la Unión de los enfermos y, en su día, el Viático. Yo creo que, como la muerte puede llegar en cualquier momento – de joven, de viejo, por cualquier circunstancia- habría que hacer – desde que los niños tienen uso de razón- una catequesis de la Unción de los enfermos y del Viático. Porque eso puede pasar en cualquier momento de la vida; no hay que esperar a los que tengan una oportunidad de llegar a ancianos: como la muerte está cerca… La muerte puede venir en cualquier instante. Desde niños, desde el uso de razón, se tiene que recibir, tenemos que dar una catequesis que explique muy bien qué es la Unción de los enfermos. Esa Unción, que si es buena para el alma, devolverá la salud al cuerpo. Si es buena para el alma, ya en su traspaso, ayudará a bien morir. Este Viático, esta presencia eucarística de ese misterio de la presencia de Dios en nuestra muerte -que nos describe aquí- viene a salvarnos definitivamente. Pensad eso en vuestra acción pastoral: la oportunidad de esa catequesis que no da nadie, pero que sería bueno que todos recibieran desde que ya tienen uso de razón porque puede venir el fin del mundo en cualquier momento para cada uno. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del jueves, 1 de diciembre de 1988. En la capilla del colegio mayor“El Salvador”, Salamanca. 
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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