Hace unos días con unas compañeras de trabajo hablábamos de las diferentes personas que hay acogidas en uno de los proyectos de la fundación. De manera informal nos preguntábamos qué debe ser lo que le puede haber faltado a una persona para sentirse tan vulnerable, hasta el extremo de no reconocerse en su ser. La respuesta fue unánime: cariño, sí, amor, sentirse importante para alguien.
Por otro lado, hay que pensar en las razones que hacen que unas personas vivan experiencias que las llevan a situaciones de extrema vulnerabilidad y otras que, ni tan sólo, podrían llegar a imaginarlas. Recuerdo un texto que nos leían en la Universidad sobre dos amigos que se reencuentran al cabo de los años, comentan que uno ha sido un importante hombre de negocios, con familia, hijos… se le ve contento. El otro vive en la calle, sin nadie. Cuando le preguntan al primero de qué se conocen, responde con alegría: “jugábamos al futbol en el barrio, yo en el club y él en la calle, coincidíamos en los parques”. Podemos pensar que este es sólo uno de los factores. Seguramente es así, pero esto nos lleva a reflexionar qué hacer para posibilitar una sociedad con menos diferencias, en la que todas las personas tengamos las misma oportunidad de ser plenamente.
Al hablar de esta oportunidad que todos tenemos desde el momento en que se nos da la vida, y que en muchas ocasiones es en el propio transcurrir que vamos perdiendo fuerza, me viene a la mente el texto del Evangelio de Mateo, 25, en que se nos dan ciertas claves concretas sobre cómo debemos tratarnos unos a otros. El texto nos dice: “cada vez que hiciste algo así a un hermano me lo hacías a mí”. Cada ser humano merece ser tratado de la mejor forma posible por el solo hecho de existir.
Si Jesús pasó haciendo el bien, como cristianos hemos de pasar haciendo el bien, donde mejor podamos hacerlo. Esto es importante aclararlo porque debemos ser conscientes de los talentos, los dones, que cada persona tiene con los que ha de trabajar ofreciéndolos en favor del bien común.
En otro pasaje del Evangelio encontramos una nueva clave para ilustrar la importancia de la hospitalidad como anclaje de la esperanza. Es el del buen samaritano, sí, aquel en que un hombre que viajaba de Jerusalén a Jericó y es atacado, al pedir ayuda no la recibe del levita, ni del sacerdote, ni seguramente de otros muchos que hubieran pasado, pero de repente aparece en el camino un samaritano, sí, un hombre que le ve, se acerca, se deja conmover y se implica en lo que le ha sucedido, de forma que atiende la primera urgencia, le sana, le consuela… con vino y aceite, le llevó en su propia cabalgadura y le cuidó. Cuando va a reemprender el camino, lo deja al cuidado de un posadero, de forma que también encara la realidad correctamente.
¿Qué es la hospitalidad? Acoger, tratar bien, con amabilidad al prójimo, en especial a aquel que llega. Pero la hospitalidad conlleva un matiz que no siempre tenemos en cuenta. La hospitalidad tiene más que ver con una apertura de cada uno de nosotros ante el que llega, que con un hecho material, hacer un hueco en mí para ti, ser capaz de vivir y transmitir que “nada humano me es ajeno”, como expresa Juan Carlos Bermejo.
Ofrecer un entorno de confianza, un espacio en el que sea posible crear el vínculo que posibilitará ser uno mismo, dando la oportunidad a expresarse en libertad y a que, como fruto de ese encuentro, se modifiquen de forma positiva ambas identidades. Ser hospitalario es reconocer y hacer vida que es el corazón el que acoge.
Si bien es cierto que en muchas ocasiones la persona lo primero que requiere es ver sanadas sus heridas “con vino y aceite”, como hace el samaritano, sentirse acogido desde la ternura y la individualización, la dedicación, estableciendo vínculos que posibilitan la confianza mutua que más adelante darán lugar a una autonomía mucho más plena. Si pensamos que la esperanza es algo que nos hace ver el mundo como lo querríamos aquí y ahora, entonces se convierte en el motor que nos hace trabajar para conseguir una nueva fuente de energía que nos llevará a vivir de otra forma. Como dice Benedicto XVI en la encíclica Spe Salvi: “quien tiene esperanza vive de otra forma, se le ha dado una vida nueva”, y añade, “que la esperanza se basa en el amor de Dios y se demuestra en el amor a los hermanos” (1)*.
Entonces, si tener esperanza nos hace vivir de otra manera, conscientes de lo recibido, los cristianos deberíamos vivir de forma que demos esperanza a nuestro entorno, posibilitando un mundo mejor aquí y ahora, pero además porque la persona que vive en esperanza, de alguna forma vive creando espacios y relaciones de confianza entre los hermanos que son las que posibilitan una vida nueva.
Así como los cristianos basamos nuestra esperanza en el Dios Amor, en la seguridad de que Dios cumplirá sus promesas, en sentirnos plenamente amados por Dios, hemos de ser conscientes de que, para transmitir esta esperanza, hemos de amar al hermano.
Es el amor, el hecho de sentirme amado, lo que posibilita que tengamos esperanza en que nuestra vida puede ser aquello que hemos soñado, que es posible el cambio profundo que necesitamos para alcanzar la plenitud como persona. Por tanto, es desde la hospitalidad entendida como hacer un lugar al otro en el corazón, que nos ofrece la esperanza de encender un fuego sobre la tierra. “Así brillaban ellos en el mundo como antorchas (ver Filipenses 2, 15). Desde los inicios, la esperanza cristiana ha encendido un fuego sobre la tierra”. (2)*
Texto: Esther Borrego
Fuente: Nuestra Señora de la Paz y la Alegría
(1) http://www.revistaecclesia.com/content/view/1665/113/
(2) Carta de Taizé: 2003/3