Esta parábola que acabáis de oir nos da pie a decir que las cosas virtuosas han de encontrar siempre su punto justo. El que se está lamentando siempre, eso no es. El que está siempre de jolgorio, tampoco. Digo esto porque quería señalar ahora esa doble enfermedad que tanto corroe a nuestra sociedad. Poniendo como ejemplo -toda virtud tiene dos extremos- los dos malos. La virtud ha de estar en el punto justo, porque si se deja llevar por un extremo o por otro, enloquece y en vez de ser virtud se convierte en vicio. Pongamos un caso. Sabéis lo que es la avaricia: el tacaño que no da una limosna a nadie, incluso se niega él muchas cosas para atesorar y atesorar. Pues ya se ve, es un extremo vicioso de la buena admiración. En cambio puede haber, por otro lado, unas personas que queriendo ser generosísimas, cobran el sueldo, tienen su casa, su mujer, sus hijos que dependen de ellos… y al primer pobre que ven le dan todo. Llega a casa y la mujer ni los hijos no tienen qué comer. Eso es el vicio de la dilapidación. El otro era la avaricia y ése es el dilapidar las cosas sin mesura ni responsabilidad. 

Hay que ser dadivoso pero con justicia, con prudencia, con fortaleza para no dejarse impresionar a veces por nada. Hay que ser verdaderamente generoso, pero sin injusticias con la propia familia, por ejemplo. El padre de familia tiene la obligación de mantenerla. Y a pesar de eso tiene que dar limosna, claro que sí. 

Pues bien, este ejemplo lo quería hoy aplicar a otra cosa que nos hace mucha falta: Dios nos regala un tesoro en nuestra vida que es el tiempo. De la misma manera que nos regala espacio -por eso nos movemos, caminamos, entramos, salimos y paseamos-, nos regala tiempo. Tiene relación con una virtud que sea buena usadora del tiempo, una buena administradora del mismo. Ya vemos enseguida cuáles son los dos extremos viciosos del tiempo: Uno, caer en este frenesí de creer que el tiempo es oro y no se puede perder ni un segundo porque pasa, es oro (como dicen en muchas oficinas): -No me interrumpa usted, no perdamos el tiempo y no digamos una palabra inútil. El tiempo es oro, hay que emplearlo todo en producir riquezas, en producir cosas. Es la vorágine de una sociedad lanzada a este eslogan tan puritano, tan calvinista: el tiempo es oro. Yo me acuerdo de aquella historia de la literatura clásica (griega) que todos conocéis:el rey Midas. Era un rey que quería atesorar y cuando podía atesorar oro estaba feliz. Pidió a los dioses que todo lo que él tocara se convirtiera en oro y se lo concedieron. Pero iba a comer, tocaba la comida y se convertía en oro. Todo se le convertía en oro, pero no podía aprovechar nada. 

Se dice de esos grandes magnates que todo lo que tocan lo convierten en oro, todos sus negocios en oro. Bueno, ¿son felices con todo este oro? Mirad el caso de todos los “yuppies”: toda la lucha de la economía liberal, de competencia constante… pobres “yuppies”, los estrujan como un limón, van estresados, no pueden perder ni un segundo, el tiempo es oro. Eso es una locura, no es la virtud de saber emplear el tiempo. ¿Y cuál es el otro extremo?: el otro extremo es perderlo. Un tesoro como es el tiempo, que nos lo da Dios, ¿perderlo? Perderlo frívolamente en cosas tontas, en palabras inútiles, en cosas que no tienen sentido, que no valen para nada… 

Perder el tiempo, ¡caramba qué desgracia ese otro extremo! Cuántas veces lo perdemos en tantas bobadas. Nos lo roban a mansalva los medios de comunicación social, tantas cosas nos lo roban, nos lo dejamos robar y lo perdemos. 

Vistos estos dos extremos, ¿dónde está el punto medio, la virtud?: ni es oro, ni lo pierdo, sino que tengo tiempo para todo, para saber escuchar y para saber hacer las cosas que tengo que hacer. Tengo tiempo, y si me dan alguna cosa más, todo. Ni me dejo llevar por la vorágine de que es oro, ni por las tonterías de dejármelo robar como si me estuvieran sangrando como una sanguijuela. Tengo tiempo para todo. Nos cabe una gran duda, una gran pregunta: -Pobre de mí, yo soy tan limitado, ¿cómo voy yo a tener tiempo para todo? 

En el Evangelio nos dan muchas soluciones: a cada día su afán… y tantos otros atisbos. Pero habíamos resumido una cosa: el secreto para tener tiempo para todo, ¿cuál es? Pues un secreto que a primera vista nos puede parecer absolutamente paradójico: para tenerlo para todo hay que hacer las cosas despacio. Bueno, parecerá que si las cosas que tengo que hacer las hago, además, despacio, resultará que no tengo tiempo para todo. Ahí está la paradoja y el misterio de que haciendo las cosas despacio es cuando se tiene tiempo para todas ellas. Despacio quiere decir que, como se hacen despacio, se hacen bien. 

Esta tarde tanto Juan Huguet (presbítero ya fallecido amigo de Alfredo) como yo hemos podido hacer una brecha en el tiempo para hacer cartuja. ¡Qué maravilla! Cuando se tiene tiempo hasta para hacer cartuja largo rato, es cuando precisamente se dice que si hago cartuja me quedará menos para hacer las demás cosas. Entonces, misteriosamente, milagrosamente, es cuando se tiene para todo lo demás. Parece paradójico, pero es así. Y se hace una cosa bien hecha, se hacen las cosas despacio. Esto es lo que nos evita precisamente caer en la vorágine de querer hacerlas porque el tiempo es oro. Al hacerlas despacio no caemos en esta vorágine, tampoco nos sobra tiempo para poder perderlo. Es decir, haciendo así las cosas, las hacemos bien, tenemos tiempo para todo y no caemos en esos dos extremos. Ese ir despacio nos impide la vorágine y que nos sobre para perderlo. ¡Qué hermoso es esto! 

Claro, uno se siente triste de haber tenido que llegar a mi edad, ¡tantos años!, para descubrir estas cosas que me hubieran evitado a mí -a lo largo de mi vida- tanta vorágine inútil y tanta pérdida de tiempo desastrosa. ¡Qué pena no haberlo visto antes mejor! Cuando pasa esto es cuando uno entonces tiene verdaderos deseos de decirlo, de proclamarlo, y espero que no sea como aquél que en su vida desastrosa se condenó al purgatorio y decía a Dios:    -¡Ay, déjame ir a avisar a mis hermanos, que no hagan como yo, que vendrán aquí donde me abraso de sed, pobres hermanos míos, déjame ir a decirles! 

Y le respondió que ya tienen ellos los mandamientos, los profetas, todo. Claro, ya tienen bastante para saber lo que tienen que hacer, son responsables, son mayores. Ojalá que no ocurra esto, que yo le diga a Dios: déjame decirlo, déjame ir a decírselo a estos jóvenes. Yo que estoy en el purgatorio de haber caído tantas veces en la vorágine, déjame ir a decirles ahora que ya tengo menos tiempo. ¡Es inútil. Hay un abismo de generaciones entre tú y tu hermano; aunque fueras y se lo dijeras no te harían caso! Ya son mayores, tienen que haberlo pensado y visto por sí mismos. 

Bueno, espero que no sea esta la circunstancia de que no estemos todos tan en el purgatorio, ni tan endurecidos de corazón. Yo, ni vosotros. Espero que deciros estas cosas sea un tesoro para todos, para que viváis vuestra vida mejor a como yo la he vivido. Eso es lo que espero, por eso os lo digo y eso es lo que podemos pedir gozosos en este trocito de Cielo que es siempre una Eucaristía, unos cuantos reunidos.

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del 1990
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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