(Le 18. 9 – 14)

Aclaraciones sobre la cartuja alta a partir de este texto.

Este Evangelio que acabáis de oír es tan clarito que casi no necesita que haya una homilía para explicarlo. Es tan evidente lo que dice Jesús aquí que no tiene dificultad ninguna. Pero la grandísima dificultad es saber aplicárnoslo cada uno, ¡ah amigo, eso sí que es difícil! 

No hace mucho estaba yo explicando -a unas personas que estaban conmigo- que cuando hablamos nosotros de la humildad transcendental, es decir, ese conocer que no éramos los que Dios deseaba porque deseaba que todo hubiera ido con amor: la historia distinta, habría otros… En cambio, nosotros somos hijos del pecado. Luego, Él se vuelca en nosotros, claro que sí, es nuestro Padre. Pero no éramos los que Él deseaba. Bueno, eso saberlo es fácil; y entenderlo, verlo, es fácil, lógico. Ahora, vivir que uno no era el deseado por Dios, eso sí que es difícil, es como caerse por un precipicio sin fondo, estar a una distancia infinita de Dios. El mundo está así, lleno de pecado, infinitamente lejos de Dios, nada puede hacer además para alcanzarle. Se explica que haya ateos porque están infinitamente lejos de Él, porque sólo es Dios el que puede saltar este abismo y, entonces, con Él, volver a ser hijos de Dios. Pero sentir esta inmensa lejanía de no ser los deseados, bueno, es realmente muy difícil y pasarlo muy “requetemal”. Es como caerse en un abismo sin fondo. Pues en este Evangelio pasa igual. Lo que dice, clarísimo, aplicárselo a uno.

Me decía alguien que – incluso por propia experiencia- hay un peligro: uno se mete en la cartuja alta en soledad y en silencio, cuatro horas, ¡ay qué bien!, nadie nos molesta, ni  teléfonos ni nada, no estoy. Qué bien, estoy en cartuja. Entonces, allí uno empieza a pensar y pensar cosas. Sale de ella. Como todo eso que he pensado yo lo he hecho en cartuja, ergo todo esto es palabra de Dios. Bueno, esto sería la tentación más sutil del diablo, porque estar en cartuja no es estar yo en una habitación, cerradas las puertas, tener un espacio de tiempo. No. Para que eso lo sea pasa como en el sagrario: aquí hay una caja dorada encima del altar; es el sagrario pero ahora está vacío y no hay que hacer genuflexión. Es una caja dorada más o menos bonita, más o menos digna de ser guardada porque ha estado el Señor en ella, pero está vacía. Para que eso sea un sagrario ha de estar Jesús en la reserva, y entonces sí, la luz encendida, una genuflexión, etc.

Bueno, la cartuja es una caja muy bonita – cerrada también con llave- en una habitación cerrada. Pero si Dios Padre no está dentro, no es sagrario de cartuja. Para que esté y poder decir: hemos estado 4 horas en cartuja, hemos de ver que Dios Padre está dentro. Porque si no, es una habitación cerrada en la cual uno se encierra allí, como tantas veces. Mira yo me voy al baño y también me encierro. Para que sea cartuja, para que eso sea sagrario de verdad, ha de estar Cristo dentro. Para que lo sea ha de estar el Padre dentro. Si en este sagrario pongo las velas, las guardo allí, ¡qué pena, cuántos sagrarios se han comprado por los anticuarios, los venden cobrando mucho porque son del siglo XVIII o del siglo que sea, y los utilizan para meter dentro el teléfono! Hay casas muy elegantes, tienen un sagrario allá. Qué bonito, lo abres y tienen guardado el teléfono. Si está el teléfono, ¿es que yo puedo llevar allí el copón? No puedo. Si esta habitación – paredes blancas, la ventana, una mesa, una silla, una cruz – la lleno de cosas, Dios Padre no puede entrar. Naturalmente que no necesita la puerta para estar; necesita el hueco. Claro, si yo lleno aquello de todas mis cosas habidas y por haber, Él no está. Entonces salgo de allí; he estado en cartuja. 

No, usted ha estado encerrado en una habitación y pensando en lo que le haya dado la gana, pero no es cartuja. Para que lo sea tiene que estar Dios Padre y para que pueda estarlo usted tiene que estar vacío de sí mismo, abnegado. Entonces sí, se llena de Dios Padre. Entonces sí, está Él, verdaderamente Él, salimos de allí con imágenes de Dios. Mi libertad y la libertad de Dios, la misma; tenemos una sola libertad porque mi libertad es exclusivamente, totalmente, irreversiblemente querer ser la voluntad de Dios. Entonces sí que podemos salir de la cartuja y decir: este gesto mío, esta mirada de amor, de comprensión, de perdón es imagen de Dios. Pero claro, si salgo de la cartuja y soy airado, irónico e hiriente, soy duro… pues, he estado cuatro horas en una habitación, he pensado, he obrado lo que yo creo mejor. Sales, ¿pero imagen de Dios? No, porque Él no es así, por tanto, no eres su imagen. Has salido de una habitación, de 4 horas en paz y tranquilidad y silencio, has trabajado mucho, has pensado mucho, pero eso no es cartuja. Puedes decir: he estado 4 horas en soledad y silencio y he estado pensando esto, bueno, unas cosas estarán mejor y otras estarán peor, pero no es cartuja, porque no has hecho hueco para que venga Dios Padre. Cartuja es cuando estás con Dios Padre, y para que esté has de estar olvidado de ti, dejándote llenar de Él, tratando de ser uno con Él, una imagen de Él, una transparencia de Él, y teniendo una sola libertad con Él. De manera que saliendo de allí ya no puedes hacer nada que Dios Padre no haría. La tentación es creer que porque he estado así en soledad y silencio – que a veces puede ser muy diferente a lo que haría Dios -, pero como lo he pensado allí, lo que yo digo es palabra de Dios. No. Tenéis que saber distinguir mucho lo que es estar en vuestro cuarto y lo que es estar en el cuarto de Dios Padre, que es distinto y ésa es la cartuja alta. Subimos a un sagrario donde estará Él si le dejamos hueco. Si no, prostituiremos este sagrario haciéndolo un cuarto nuestro, pareciendo que es un sagrario. Es como poner un teléfono dentro de él. ¡Qué prostitución de este sagrario, qué ofensa! 

Bueno, este señor estaba en el templo, y como estaba en el templo: Mira, Dios, te doy gracias porque yo no soy tal, no soy cual, esto o lo otro. Estaba allí, pero ¿dejaba que Dios estuviera en ese templo? Estaba lleno de él: yo tal, yo cual. Luego saldría diciendo: ¡oh, soy santo porque he estado en el templo he dicho tal cosa.! No, éste no está justificado. En cambio, el que estaba y dejaba que en el templo estuviera Dios y él no hacía más que abnegarse: Soy un pecador, perdóname, tú eres generoso, misericordioso, eres mí Padre, me amas… Se abnegaba, no pensaba más que en que era un pecador, y nada más, se negaba toda otra virtud, estaba abnegado. Allí estaba, en ese templo sí que estaba el Señor, y salió de él justificado, salió una imagen de Dios. 

Entonces hagamos cartuja, hagámosla claro que sí, pero luego, examinémonos. Al salir, pensemos: ¿soy de verdad una imagen de Dios, todo paciencia, todo comprensión, todo caridad, todo perdón, todo derramarse en los demás como Dios, sacrificándose, dándose? En tanto en cuanto yo salga coincidiendo con Él, sí seré imagen, palabra de Él. Examinemos, hagamos cartuja, hagámosle un hueco con abnegación para que esté Dios padre, para que nos unamos mucho a Él y podamos salir de la cartuja diciendo: Efectivamente, he hecho cartuja porque hoy, más que ayer y menos que mañana, soy solamente transparencia de Dios. 

Que este Evangelio nos ayude a entender esto.

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del sábado, 3 de octubre de 1992. En la capilla de la Universidad de Barcelona.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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