(Le 23, 39 – 43) 

Estamos celebrando hoy, yo diría, esta segunda parte de la fiesta de ayer. Ayer fue la fiesta de Todos los Santos, porque la Iglesia ha canonizado a muchos, pero no todos salen en el calendario. Desde luego, hay más santos canonizados que días tiene el año, y aunque en un día pongan dos, tres, cuatro, algunos se celebran en el sitio donde vivieron, murieron… algunos son los que pasan a la devoción de la Iglesia universal. Pero bueno es que hay un día en el año que es fiesta de todos, no sea cosa que se enfaden porque que se quedan sin fiesta en la liturgia de la Iglesia. Pero el día de hoy es de los fieles difuntos, es decir, de todos aquellos difuntos que hemos conocido, parientes, amigos… que han sido fieles. También son santos. Es el complemento de la fiesta de ayer. Yo decía que cuando es el santo de uno, la onomástica, uno celebra ese día con fiesta e invita a los amigos. Bueno, pues cuando es la fiesta de todos los santos, ¡qué día de tan gran fiesta! Pues hoy es el complemento de la de ayer, de esos fieles difuntos que están también viendo al Señor cara a cara, y sigue siendo la fiesta de ayer. 

En México realmente este día de hoy se celebra mucho, con un folklore riquísimo que tiene hondo contenido, podíamos decir por un lado, antropológico, y por otro de una fe enorme, una alegre esperanza en la misericordia y el amor de Dios. 

Pues bien, nosotros lo celebramos con esta Eucaristía hoy aquí recordando a todos los que llevamos en el corazón, los que hemos conocido, sumándonos, así, a esa gran fiesta del Cielo. 

En el Evangelio de hoy hay una frase que a mí me gustaría resaltar, esa respuesta que dice el buen ladrón: -“ ¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio?” . “En el mismo suplicio” se puede interpretar de varias maneras: que Dios y yo estamos en el mismo suplicio y que el Verbo encarnado en Jesucristo y yo estamos en el mismo suplicio. Esta es una de las interpretaciones que gramaticalmente pueden seguirse. Y qué gozo para él estar sufriendo, pero sufriendo con Cristo. Por eso le dice lleno de confianza al final: -“ Jesús acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” Y la promesa de Jesús: – “ Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso”. Parece un lenguaje absurdo de dos personas que están clavadas en la cruz, que uno hable de “ tu reino” y el otro asegure “estarás conmigo en el paraíso”.

Pero no es eso precisamente lo que yo quería subrayar, sino que  puede sacarse también de esa expresión otra interpretación. Y es estando al borde de la muerte, estando en el mismo suplicio crucificados en cruz, le dice al otro ladrón: – ¿Y todavía no te arrepientes, a qué esperas? Eso sí que lo podemos decir todas las personas:- ¿A qué esperamos para arrepentirnos? Si sabemos que estamos crucificados en ese caminar de la vida que indefinidamente nos lleva a ese tránsito doloroso y glorioso a la vez, ¿qué esperamos para arrepentirnos de nuestros pecados, pedir perdón, y así abrir nuestro corazón a la inmensa, infinita misericordia de Dios que no falta nunca? Es cuestión de que sepamos nosotros quitar esta costra del corazón de endurecimiento, de soberbia, de egoísmo y arrepentirnos de nuestros pecados. ¿Ni siquiera te arrepientes estando al borde, en el suplicio, al borde de la muerte? 

Luego hay otra frase que dice el buen ladrón, porque es un buen ejemplo, un ejemplo buenísimo de buen difunto, de fiel difunto. Hace esa concesión y le dice: -“ Lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos, en cambio éste no ha faltado en nada”. Saber nosotros también cuando padecemos injurias, ofensas, menosprecios, desprecios… ¿es justo? Hemos cometido nosotros en nuestra vida tantos malos juicios sobre otros, difamaciones, menosprecios, desprecios, altanerías, ¡hemos cometido tantos!, hipocresías, mentiras, egoísmos. Es justo que paguemos esto que debemos, precisamente como aquél que está muy sucio,  ¡qué justo es que se lave las manos con jabón, con estropajo, como sea, para quedar con las manos limpias. Es justo, nos lo hemos merecido. Y también qué hermoso este señalamiento, esta proclamación: -En cambio este no cometió nada malo. Lo decía el mismo Cristo: -Quién me puede acusar de pecado. Él que fue siempre todo amor, todo ultimidad, todo servicio a los demás, nació en Belén bien pobre, muere en la cruz ajusticiado, ¡qué último se hace Él por amor a nosotros, a todos nosotros! 

Pues bien, que en este día de hoy sepamos tomar ejemplo de este fiel difunto que es el buen ladrón. Ya que nosotros hemos sido tantas veces en la vida – y seremos desgraciadamente mientras vivamos ladrones de los demás en tantas cosas-, ojalá sepamos ser como él al final, y lo antes posible, un buen ladrón. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del sábado, 2 de noviembre de 1991. Barcelona. 
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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