(Jn 11, 45 – 57)
Este Evangelio es justo del sábado antes de la Semana Santa. La iglesia lo pone aquí para que lo meditemos porque es un pórtico muy apropiado. Vemos aquí a Jesús que había hecho muchos milagros – incluso la resurrección de Lázaro -, y eso naturalmente asusta a los judíos, a los fariseos, a los sacerdotes del templo y al sanedrín. Cuando les llegan estas nuevas, se preguntan qué pueden hacer, porque ese hombre con tantos milagros ha provocado que todo el mundo vaya tras él. Y lo dejaron seguir porque no sabían qué hacer para parar sus milagros que podían llevarse tras él a toda la gente. Sale Caifás, el sumo sacerdote, y les dice que no entienden nada, que está clarísimo, que lo que hay que hacer es matarlo. Y no sin la ayuda del Espíritu Santo era el pontífice legítimo. Dice aquí el evangelista que creía éste que eso debía ser así. Para la salvación de la nación precisamente tenía que dar su sangre, y no sólo para los judíos, sino también para el mundo entero. Cuando esta tendencia de muerte, de boca en boca, de rumor en rumor, llega a los oídos de Jesús y de los discípulos, aún no le ha llegado la hora, y hace su entrada en Jerusalén para que quede claro que Él es el Mesías que viene en son de paz. Para que no lo cojan antes de tiempo, se retira a una región vecina en el desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasó allí el tiempo con los discípulos.
Han pasado muchos años, pero aún en la historia de la humanidad, ¡cuánta gente confabula contra Cristo todavía! Querrían borrar a la Iglesia si pudieran, querrían destruir todos los templos, arrancar la fe, la esperanza y la caridad del corazón a los cristianos. Nos envuelven en tantas tentaciones de mundo, de demonios, de poder y de ambiciones para arrancar esta vida.
Pero Jesús se retira al desierto en la soledad, en el silencio. Es donde los discípulos de Jesús estaban cerca de Él. Aquí, Él, con su enseñanza, con su presencia, con su compañía, su afecto, nos dará fuerzas para enfrentarnos a este mundo del demonio que quiere asaltarnos como león rugiente a nuestro alrededor para destrozarnos. Pero no temamos. Cristo está en el desierto siempre que subimos a nuestra habitación, y allí, cerrada la puerta, como dicen los Evangelios, decimos: -¡Padre nuestro! Allí está Cristo también acompañándonos. Somos uno con Él. Allí como los discípulos en Efraín, qué hermoso sentir en el corazón su presencia, sus inspiraciones, sus claridades, la ayuda del Espíritu que Dios nos da para seguir siendo fieles a Cristo, aunque vengan viernes santos. Porque sabemos que después siempre llega el domingo de Resurrección.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía del domingo, 24 de marzo de 1991. Salesianas de Tegucigalpa, Honduras.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra