(Jn 2, 13 – 25) 

Estamos en el tercer domingo de Cuaresma, tiempo de penitencia y reflexión sobre nuestros pecados, sobre nuestras limitaciones, sobre nuestras imperfecciones. Unos más leves, sobre nuestros límites, y otros en los que interviene nuestra libre voluntad. 

El Evangelio que nos pone hoy es aquél en que muchos tratan de encontrar como base de justificación de las contiendas humanas. Afortunadamente hace poco se terminó esta guerra del Golfo que ha costado cien mil vidas humanas, cuando un sólo hombre vale más que el universo entero, como decía San Ignacio. Porque el universo que vemos son estrellas incandescentes. En cambio el hombre es hijo de Dios, con vida, con libertad. 

Cien mil hombres muertos. Y muchas veces estas batallas se justifican -dentro de los que las desencadenan, de los que las hacen-, con el argumento aquel de que Cristo también fue violento. Pero ¡qué diferencia!

Cuando se dice que construyó unos azotes, habría que ver qué tipo de azotes serían, construidos con unos cordeles que encontraría por ahí, como unos residuos de haber abierto algunas cajas. ¿Qué eran estos azotes? Yo no sé aquí en Colombia, pero en España, en general, los pastores de los bueyes, de las vacas, llevan esos rebaños por el campo a pastar, y para que no se desmanden llevan una vara larga. Con eso, basta que les den un golpecito en las ancas para que así queden encaminados. Otro tipo es aquél con unos cordeles que, con un gesto, el animal se entera por dónde tiene que ir. Es más suave que las espuelas que el caballero aplica al caballo. Las vacas y los bueyes tienen una piel muy dura, y con esos ligeros toques de los cordeles encuentran el camino. Eso es lo que hizo Jesús precisamente para sacar a los bueyes y carneros que había en el templo. No más. Pero no empleó esos cordeles para sacar a las personas del templo. 

A los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas. Esos cambistas que todavía eran peores que aquellos que iban a vender allí. A éstos si les sacaban los bueyes y las vacas, seguro que todos los demás iban detrás de su rebaño, evidentemente, para no quedarse sin ellos. A los cambistas lo que hizo Jesús fue tirarles las mesas por el suelo, porque estaban profanando con aquellos negocios la casa del Señor. Cambistas que era usureros. Él les tiró las monedas, no les hizo nada más. Ellos se irritaron con esto. Incluso con los que vendían palomas, que eran los más inocentes. Se acordaría Él también que fue rescatado del templo con dos palomas, que era lo que podían ofrecer los pobres – los ricos podían ofrecer más ofrendas y donativos -, para quedar rescatados del servicio del templo por ser primogénitos. La paloma, que no deja de ser un símbolo del Espíritu Santo por su vuelo suave, porque baja siempre suave a nuestro corazón. A esos más pobres se digna dirigirles la palabra de una manera más cariñosa, y no les abre las jaulas ni les tira las palomas, y les dice que quiten eso de ahí, que no conviertan en un mercado la casa de su Padre. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: “El celo de tu casa me devora”. Entonces intervienen los judíos encargados del templo y le preguntaron:  -” ¿Qué signos nos muestras para obrar así?” Le pedían las credenciales para tomar esa determinación en contra de sus permisos que autorizaban a esa gente a que entraran al atrio, de lo que sacarían buenos tributos de lo que vendían. Jesús les da esas credenciales: matadme, que es lo que queréis, y veréis cómo yo resucito al tercer día. Ellos interpretaron burdamente en sentido literal que, ese templo que se había tardado tantos años en hacer, Él lo quería levantar en tres días. 

¡Vaya si les dio un signo, el mayor de todos! ¡Y cuántos, viendo, siguen sin ver! Mientras estaba en Jerusalén durante las fiestas de pascua, muchos creyeron en su nombre, y éstos que no le pedían signos, creyeron viendo los signos que hacía: de caridad, de una doctrina maravillosa, de curar enfermos, de testimonios de perdonar los pecados al que no amaba y Él cura; para que vieran que tenía poder para perdonar los pecados, cura aquel paralítico. 

Había otros que parecían creer, pero él conocía su corazón, y no se fiaba de ellos. Los conocía nada más mirarles; aun sin mirarles,  ya sabía lo que anidaba en su corazón. 

Este Evangelio nos ha de hacer meditar mucho en esta semana de Cuaresma. No nos atrevamos a pedir petulantemente haciéndonos jueces y soberbios jueces, porque Él desde la mañana a la noche, como una lluvia mansa, nos da tanto aún sin pedírselo. Sepamos recibirlo de buen corazón, no como aquellos que parecían una cosa pero eran otra. Acojamos el don de nuestro corazón humildemente, llenos de ultimidad. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del domingo, 3 de marzo de 1991. Bogotá
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

Comparte esta publicación

Deja un comentario