(Jn 21, 20 – 23)

Esta paz y sosiego que tenemos hoy en esta celebración en la capilla de la Universidad con este grupo que me escucháis es porque hay más silencio fuera, porque hay muy poca gente en los pasillos. Las clases seguramente han terminado y los exámenes posiblemente no han empezado del todo. De manera que los estudiantes están recogidos en las bibliotecas, en sus casas, preparándolos afanosamente. Quizá tratando de recuperar en pocas horas o muy pocos días lo que no se ha hecho de una manera ordenada y tranquila durante todo el año. En fin, estamos en este sábado, que es de esperar que en los restantes, a medida que la gente vaya quedando más libre, venga por aquí de nuevo como otros sábados haciendo más numerosa la asistencia. 

El Evangelio que hemos leído hoy tiene muchos matices. Por ejemplo queda claro que Jesús apreciaba mucho a Juan. No es porque Jesús aprecie más a unos que a otros, no hace acepción de persona. Además, Él no puede amar infinitamente a todos y cada uno. Lo que ocurre es que el amor brilla cuando hay una correspondencia, cuando se unen esos dos polos. Y lo que sí podemos afirmar es que Juan era el que más amaba a Jesús. Por eso resplandece más el infinito amor de Jesús sobre Juan que sobre otros que le aman menos. 

Por otra parte también vemos cómo Pedro escucha esta frase del Señor, y quizás algún otro que estaría cerca también la oyó, porque todavía no habían empezado a caminar. Es cuando empieza lo de sígueme y lo de y éste qué, que lo pudo haber oído alguien. Luego se retirarían más solitarios para hacerle aquel triple examen de amor que refleja la Trinidad. Tanto si lo oyeron, o si Pedro lo contó luego, pensaron que ese discípulo no moriría. Aclara el propio Juan: -No, Jesús no dijo que no moriría. Jesús lo que dijo es que si quisiera, qué le importaba a Pedro. Eso era un poco para curar los celos de éste. Pedro, que era el cabeza de los apóstoles, seguro que estaba un poco celoso de que Juan amara más a Jesús y por eso resplandeciera más el amor de Jesús sobre Juan. Pedro recordaba también sus negaciones a Jesús, en cambio Juan no, estuvo al pie de la cruz, fue corriendo al sepulcro,  vio y creyó. Pues bien, un poco celoso oiría esto; pues éste no morirá. También significa este matiz dos cosas. Una, que creían que Jesús era señor de la vida y de la muerte, del futuro, que sabía todos los momentos. Se equivocaban, porque Jesús mismo dice que como hombre no conoce los momentos del Señor, de Dios Padre; está en el  secreto de la divinidad. Él como hombre no los conoce. Pero ellos creían que sí, y que además tenía poder para esto. Otro matiz: a la gente no le gustaba nada morirse, le tenía temor. Tampoco todavía tenían mucha claridad de que verdaderamente Dios les resucitaría, todavía no habían recibido al Espíritu Santo para tener ideas claras. Fijaos que algunos días después de eso de Pedro, cuando ya estaba en la Ascensión, todavía le preguntan: -Bueno, ¿será ahora cuando viene tu reino aquí para mandar sobre los romanos? .

Todavía no entendían mucho. Tenían este recelo y envidia de que éste no se muriera.  

Más matices hay aún en este Evangelio de los que Juan, que es el que escribe, da testimonio. ¡Qué hermoso es que los discípulos, los apóstoles den testimonio de lo que vieron, escucharon, vieron, palparon! Son testimonios. Y ése es un argumento muy importante; porque los apóstoles dieron testimonio con su vida, no dudaron en entregarse al apostolado después de recibir el Espíritu Santo, hasta el final, y todos muertos de muerte violenta. Él único que pasó el martirio también pero no murió y llegó a viejo fue Juan, pero los demás, y Juan mismo en su martirio, dieron la vida. Si alguna duda podía haber, es decir, los apóstoles nos cuentan esto, ¡quién sabe!, para hacerse los importantes, o porque, bueno, figuraciones suyas, intereses. Ni por una cosa ni por otra, ni por intereses ni figuraciones ni nada. Una persona da la vida. No uno, todos. ¡Qué testimonios más maravillosos! Y entre ellos dos apóstoles, dos evangelistas que lo ponen por escrito – los otros transmiten por la traición -, todo concordantemente, ¡qué testimonio es éste que con su sangre dan testimonio! 

Pues en esta paz y sosiego de este sábado, que nos emocione ese testimonio de los apóstoles, lo recibamos en nuestro corazón, y con toda fe y con toda esperanza acojamos ese tesoro que nos transmiten para vivir con Dios y con todos en caridad, amándonos los unos a los otros como Cristo nos ama. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del sábado, 8 de Junio de 1991. En la capilla de la Universidad de Barcelona
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

Comparte esta publicación

Deja un comentario