(Mt 8, 5 – 17) 

Estamos celebrando hoy la última reunión que en esta capilla vamos teniendo todos los sábados desde hace más de treinta años. Es la última de este curso. El Evangelio de hoy lo hemos de oír muy atentamente, y pensarlo y meditarlo en nuestras horas de soledad y silencio, porque analógicamente nos lo podemos aplicar. 

Nosotros somos ciudadanos del Reino, somos cristianos, pero puede decir Jesús dirigiéndose a nosotros: en el Reino, en mi Reino no hay gente de tanta fe como esos paganos, como éste que me pide este favor. Cuántos vendrán de Oriente y de Occidente, cuántos vendrán quizá de este Oriente de Asia, budista, sintoísta, confuciana, que no saben. O quién sabe de este otro Occidente, por el otro lado, hasta Oceanía. A lo mejor vendrán muchos y como nos descuidemos, nosotros que somos los ciudadanos, no tengamos tanta fe como tendrán estas personas, y correremos el riesgo de quedarnos fuera. 

Apliquémonoslo. Él lo decía entonces a los judíos y a los que vendrían, cristianos de Oriente y Occidente. Pero hoy ya estamos aquí en el Reino de Dios, y ¡cuántas veces también tenemos tan poca fe! Tenemos miedo, nos tiembla el corazón cuando tenemos que ser cristianos de verdad. Amar y nada más que amar,  no ser frívolos,  dar importancia a sólo aquello que realmente la tiene. Nos da miedo dejar de ser frívolos, dejar de ser vanidosos para ser cumplidores de los mandamientos de Dios. Amarnos, sólo amarnos, y por tanto, amar a los enemigos también, porque no podemos hacer otra cosa más que amar. Así somos perfectos y somos uno como desea que seamos.  ¡Ay Señor!, ¿tenemos fe para ser así o vendrán gente de Oriente y Occidente, y ellos sí que se sentarán en el banquete de la Eucaristía porque tendrán una fe grande? Bueno, pidamos nosotros que no, que seamos nosotros también hombres, mujeres de fe para estar bien presentes y bien actualizados en nuestra ciudadanía, y bien actualizados en el Reino de Dios. 

Aquí pone el Evangelio otro ejemplo: después de esto llegó a casa de Pedro y estaba la suegra enferma, estaba con fiebre y la curó. Todos estamos tantas veces con muchas clases de fiebre que nos impiden realmente ser hombres, mujeres de fe, cristianos de verdad. Estamos postrados en la pereza, en las tonterías, en los egoísmos que nos atan por todos lados y nos dejan sin poder caminar, mil tonterías, tanto dolor estúpido que provocamos y que padecemos. ¡Qué postrados estamos!  Cristo nos quiere curar. Nos hemos de dejar curar por Cristo. ¡Él lo desea! Ahí nadie se lo pidió; vio que la suegra de Pedro estaba enferma y la curó. Él desea curarnos también; no le pongamos impedimento. ¿Qué hemos de hacer inmediatamente? Lo que hizo realmente esa suegra: se levantó rápido y mostró su gratitud precisamente organizando la cena para Jesús y para todos aquellos que habían venido. A ver cómo se las apañaba para darles de cenar y poner la casa en orden, limpiar y servirle. 

Cristo nos quiere curar, no le pongamos impedimento, y rápidamente levantémonos para servir a los demás en nuestra ultimidad, por nuestro amor y caridad, a servir y a servir. ¿Usted qué oficio tiene en este mundo?: Servir. Mire, yo sirvo de una manera o sirvo de otra, o sirvo mejor así, pero servir ése es mi único oficio, mi única carrera universitaria. Es servir por amor a los demás, como la suegra de Pedro. 

Después nos pone todavía otro ejemplo. Vistas todas estas cosas, llevaron muchos endemoniados allí. Todo el que no es santo, es un endemoniado en parte, porque tiene algo que le ata el ser santo: sea un egoísmo, sea una soberbia, sea lo que sea, cualquier cosa, todos los pecados, la gula por ejemplo. Estamos atados. En lo que no somos santos, estamos endemoniados, porque si esto no es santo, es el dominio del demonio. Allí es el señor de esta parcela nuestra, estamos endemoniados. Vayamos a Jesús y pidámosle que quite los demonios de nuestro cuerpo, de nuestro espíritu. Cuando no tenemos paciencia, cuando somos incomprensivos, cuando somos intolerantes, cuándo nos dejamos llevar de nuestro genio, cuando, en fin, ¡Cada uno sabe todo lo que hace al cabo del día que no es santo! Hemos de tener el escalofrío, se nos han de poner los pelos de punta – y los que no tenemos, como algunos de los que estamos aquí, pues los pelos de la barba que sí la tenemos -,  y así, erizado de pensar que el demonio es señor de parte de mi alma, ¡qué horror cuando tengo envidia, cuando tengo egoísmo, cuando estoy pensando en mí en vez de pensar en los demás, o pienso en mí más que a los demás! Porque uno tiene que amarse a sí mismo, claro que sí, pero en la medida en que ama a los demás. Tengo que preocuparme de mí, claro que sí, pero en la medida en que me preocupe de los demás. Es decir, todos nos podemos analizar un poquito y sentir escalofríos de pensar lo que tengo.  Si a uno le digo: oye, tienes el sida, ¿sabes?. ¡ Carainas!, pensar que una persona pueda tener el sida dentro de uno. ¿Tener el demonio?, mil veces más, mas con una diferencia: con una palabra de Cristo el demonio se va. 

De manera que leamos bien este Evangelio, meditémoslo mucho, porque somos muy paganotes. Hemos de tener mucha fe porque somos, lo que es peor, malos cristianos y tenemos todavía menos fe cuando tendríamos que tener tanta. Estamos postrados en la cama, con fiebre, y estamos endemoniados. Pues bien, en esta Eucaristía, con la docilidad de Espíritu Santo que nos da sus carismas para ser amor y sólo amor, vengamos a esta Eucaristía confiados en que con la presencia de Cristo en este sacramento que recibimos y está en nosotros, va a echar a todos los diablos.

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del sábado, 26 de junio de 1993 . En la capilla de la Universidad de Barcelona.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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