(Gn 3, 9 – 15, 20) 

Habéis oído lecturas muy profundas. La primera, del Génesis, nos explica un poco las razones de la situación actual de paraíso perdido en que la humanidad se encuentra. En cambio el Apocalipsis es otra lectura que leeremos en san Juan, que nos hace referencia al final. Entre este principio y este final está la Redención de Cristo, precisamente el que nos saca de esta situación de paraíso perdido para llevarnos a este Cielo que explica el Apocalipsis. Esta síntesis está muy bien descrita en el Génesis, no se puede decir más en menos palabras: esta situación del hombre sudoroso con su afán, su lucha y su misma oscuridad. Las angustias de las mujeres en su vida en medio de la sociedad dominada tantas veces por el hombre, y con verdaderos peligros en su vida. Lo dice muy fácilmente, pero ahí realmente está bien resumida toda la situación dolorosa en que nos encontramos, llenos de resentimientos, de odios, de luchas, de competitividad, de trampas que nos hacemos unos a otros y de toda clase de angustias existenciales. La Redención de Cristo está en medio de nosotros, estamos llamados a este Reino de Dios ya en la Tierra, camino de ese Cielo que nos anuncia el Apocalipsis. 

Yo os veo a vosotros uno a uno. Es hermoso cuando el pastor conoce además a sus ovejas por el nombre, y no cabe duda de que vosotros también me conocéis a mi por la voz. Entonces, claro, en este estar, en este vernos: ¡qué hermoso reunidos aquí, un trocito del Reino de Dios! Cristo nos ha redimido y nos ha sacado de esta situación de paraíso perdido, aunque claro, falta mucho para poder llegar al Reino de los Cielos en plenitud. Ahora, en este momento hermoso, tendríamos que analizar y decir: ¿qué es lo que todavía me impide a mí estar en este trocito de Reino de Dios que Jesús nos ha regalado y al que, además, nos ha llamado? Estamos aquí porque nos ha llamado Cristo. Esto es un Reino de Dios, un trocito. ¿Qué es lo que nos estorba todavía para que no podamos gozar verdaderamente felices, en plenitud, ese tesoro que tenemos, de estar aquí, hijos de Dios? 

Algo nos estorba siempre que queremos usar nuestra libertad al margen de la libertad de Dios, porque está en nuestra gran carta de navegación, es nuestro mapa en este vivir de cada día. ¿Qué tengo que hacer? A veces cuando uno viaja: tengo que ir a tal sitio, no sé donde estoy exactamente, en un pueblo que se llama así, dónde está este pueblo, ¡a ver por favor traedme un mapa! Entonces cuando me traéis un mapa, por fin encuentro que estoy aquí, quiero ir allí, a ver por dónde, qué camino, cuál es el mejor. Bueno, ¿cuál es el mapa para nuestra libertad? La libertad de Dios. ¿Qué hacemos? ¿Qué haría Dios? ¿Qué quiere hacer Dios? ¿Qué es lo mejor que yo haga con mi libertad, según esta libertad de Dios ? 

Casi siempre, cuando nos olvidamos de consultar el mapa, cogemos caminos equivocados, y se nos hacen cuesta arriba porque no hemos mirado y no nos hemos dado cuenta que había un puerto que subía tantos metros de altura, o que damos una vuelta y revuelta inútil para ir a donde queríamos, o cogemos caminos equivocados y contrarios. Si miráramos el mapa, ¡cuántas cosas nos ahorraríamos! Es muy fácil, porque a veces uno puede salir de viaje: ¡ay, me olvidado el mapa!, ahora ¿qué hago?, tengo que regresar, tengo que comprarme otro cuándo pueda. 

En cambio, este mapa de la libertad de Dios lo llevamos en un bolsillo de dentro que no hay modo de dejárnoslo olvidado; lo tenemos siempre a mano, muy fácil, lo tenemos muy bien colocado en nuestra conciencia. Lo que pasa es que lo tenemos muy bien dobladito y muchas veces no lo vemos porque no queremos desplegarlo delante de nuestra conciencia. Pero si no nos olvidamos de mirarlo y no tenemos miedo, lo desplegamos, ¡qué claro es nuestro camino, qué claro, qué bien máximo puedo hacer ahora! ¿Qué es lo mejor que puedo hacer para la felicidad de los demás? Perdonarles a todos, por supuesto, por caminos que no son de egoísmo, porque éstos me llevarían muy mal a otros sitios. A lo mejor perdería este Reino, me saldría del mapa, quien sabe adónde iría a parar. Siempre en función del bien de los demás, del máximo bien de los demás, cumpliendo bien el deber que tiene uno que hacer. 

Ayer en la catedral, aquel pasaje del Evangelio de la festividad de santa Eulalia, el de las vírgenes: unas estaban bien en las cosas  y otras, fueron imprudentes. Siempre uno dice: ¡Ay, esto no lo entiendo mucho! Porque ellas podían haber compartido un poco de aceite, en fin, no sé, aquellas pobres se fueron y se quedaron fuera. Como solución a esas dudas que produce ese Evangelio, el arzobispo dio una solución. Dijo que esas vírgenes prudentes eran amigas, eran muy buenas amigas de las otras, y eran muy generosas, eran muy buenas, siempre estaban dispuestas  a compartir, precisamente por esto eran prudentes, pero en aquel momento se encontraron en una coyuntura: si repartían la mitad del aceite, bueno, encenderían las lámparas pero a mitad del banquete se quedaría todo a oscuras. Ellas habían de tener el aceite para que durara. No podían, por lo tanto, faltar a este su deber de tener encendidas las lámparas toda la noche. Por eso les dijeron: -Id a comprar y volved, entonces todas juntas estaremos {se pierde un poco la grabación}.  Naturalmente cabría haber pensado otra solución: mira, compartimos el aceite, y confiemos que haya un milagro que lo multiplique y resulta que después hay aceite para todas, y así la noche estará iluminada durante toda la fiesta. Pero claro, eso ellas no lo sabían, ni estaban seguras, ni estaba en su mano hacer este milagro de la multiplicación del aceite. Eso es lo que nos cuenta el segundo Evangelio. Cristo sí puede hacer la multiplicación de los panes y los peces. Él sí podía haber multiplicado el aceite de aquellas vírgenes imprudentes. Pero en fin, no hay que obligar a Cristo a que haga milagros porque nosotros seamos así, olvidadizos, cómodos, y no preparemos lo que tenemos que hacer. Si quiere hacer un milagro, ya lo hará Él, pero nosotros hemos de ser prudentes para poder ser fieles luego en lo que hemos de hacer. 

En este día en que celebramos la misa de sábado de la Virgen, en su honor – ella sí que es la Virgen prudente-, que Dios haga que con gran celeridad y prudencia – sin perezas ninguna-, que pongamos de nuestra mano todo lo necesario para hacer todo aquello que hay que hacer para el Reino de Dios. Y confiemos luego en su misericordia que, si alguna vez quiere, ya multiplicará los panes y los peces, pero hagamos nosotros primero todo. Todo que podemos nosotros hacer es lo que os decía hace un momento: ¿qué nos estorba, qué nos sobra, qué hilos todavía están atados que nos impiden volar, nos impiden caminar? Miremos nuestro corazón, nuestros egoísmos, nuestras perezas, nuestro mal carácter, nuestro mal pensar, nuestra concupiscencia, ¡tantas cosas que nos estorban, tantas cosas! 

Cuando uno mira por una cámara de fotos y enfoca, y tiene estas máquinas que hay que girar el objetivo para enfocar, pues claro, se ve el paisaje, lo que sea, borroso y decimos que no está bien enfocado. Hay que ir girándolo, ahora un poco más, más, más, ¡ah!, ahora veo todo claro. Pues nosotros este mapa de Dios que tenemos por delante, siempre lo tenemos muy desenfocado. No tengamos miedo, hagamos así a ver qué me sobra, qué me falta, girar para acá, girar para allá, borroso, un poco más, un poco menos; ¡oh, ahora lo veo claro! ¡Qué maravilla ver claro el mapa, qué bien, sin que sea borroso, nítido! Sabré ir bien, sabré qué tengo que dejar para caminar maravillosamente. 

Que la Virgen María nos haga utilizar bien este teleobjetivo para ver bien el mapa de Dios. 

Si vosotros todos estáis aquí  es para ayudar a seguir esta labor de Cristo de redimir a la gente. Yo diría que una de las cosas por la que tenemos que empezar a redimir al mundo es por el arte. Por el arte y todos los artistas. ¿Por qué? Porque parecería de entrada que los artistas, ésos que tienen este pálpito dentro, una especial sensibilidad para percibir la belleza donde se exprese, en la contemplación del universo… y plasmarlo esto con las artes plásticas o en la música o en la poesía. Parecería que aquellas personas que están más dotadas para ver el arte, más aquellas otras que tengan un cerebro estupendo para las matemáticas o la investigación física, o lo que sea.. el arte, el mundo del arte tendría que estar tan cercano, tan vibrando sintónicamente con esa infinita belleza de la Creación que Dios hizo con la libertad – y sólo puede hacer belleza -. Si hay el mal es porque respeta la libertad nuestra, entonces, nosotros podemos estropear tanta belleza. 

Creo que con los artistas puede ocurrir lo mismo que con muchos sacrificios: la gente entra en una ceremonia – muchas veces lo veis en las parroquias – y ve a aquellos sacristanes que llevan allí cuarenta años y lo hacen todo, pasan por delante y siguen. Claro, están tan acostumbrados a las ceremonias, que lo hacen maquinalmente. Los que están más cerca del altar tendrían cada vez que estar más; pero el hombre es limitado y ese contacto continuo con lo sagrado les hace ser rutinarios, casi resbalan y no se dan cuenta, ni escuchan las homilías que se predican, están allí porque tienen que estar y a ver si acaba para recoger todo. 

Con los artistas puede pasar algo semejante, que a fuerza de ser profesionales del arte y de estar tan cerca, pierdan aquella maravillosa sensibilidad. Tendrían que ser todos los más próximos, los más inmediatos y los más prontos a ser colaboradores de los cristianos para salvar al mundo. ¿Qué ocurre en este arte? ¡Qué corrompido está, qué corrompido está! ¡Pobre mundo de los artistas, tan bohemio, es decir, tan desorganizado, donde tienen tan cambiadas las jerarquías de valores que muchas veces resbalan fácilmente a tantas tentaciones y peligros de toda índole! ¿Por qué será? ¡Si tendrían que estar tan cerca de Dios recibiendo unos efluvios que les dieran cantidad de fuerza, la misma belleza! ¡Qué trágicas son muchas vidas de tantos artistas, qué trágicas! Cuántas veces caen en la soberbia, como decíamos el otro día en la conmemoración de la muerte del pintor Barrenechea. Ellos, que tendrían que ser los sacerdotes de la belleza, la menosprecian, la distorsionan; quieren ser creadores de otros cauces de belleza absolutamente absurdos, monstruosos, traicionando, así, la belleza. Precisamente la tentación de un artista es ser el máximo traidor de la belleza. Su misma grandeza les hace estar rodeados de grandes abismos precisamente porque están muy altos en esa cúspide del arte. ¡Qué pena! 

Pues bien, nosotros deseamos desarrollar cada uno al máximo las potencias artísticas que tengan. El carisma que Dios haya dado a cada uno: un tesoro que hay que desarrollar, claro que sí. Pero porque todos tienen sus atisbos, qué bueno es tener una formación humana para desarrollar en todo el mundo al máximo esta sensibilidad, ese conocimiento, ese saber mirar el arte, y hasta ser también un poco artífice de arte en nuestra vida, porque nos acerca al Origen de Dios, que es Dios Padre, que es Creador de toda hermosura.  

Diría hoy, María, ella que con toda su vida es una obra de arte, nos haga a todos valorar este don de Dios de la belleza del mundo, y nos haga a nosotros ser artífices con Él de la belleza respetándola, co-creándola, conservándola, multiplicándola, no destruyéndola ni fuera ni dentro de nosotros mismos. ¡Qué alcancemos esta maravillosa armonía de lo hermoso en el universo! ¡Qué la Virgen María nos ayude!      

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del sábado, 13 de febrero de 1993. En la capilla de la Universidad de Barcelona.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

Comparte esta publicación

Deja un comentario