(Mt 25, 1 – 13)
Esta parábola seguramente la habéis oído muchas veces. También muchas veces habréis tratado de aplicárosla a vosotros; cada uno que la lee se la aplica a sí mismo. Nada menos dice qué es el Banquete, este Banquete del Reino de Dios simbolizado aquí con estas bodas. Se cerró la puerta. Nos examinamos. Nosotros, ¿en qué grupo estamos, en el de las personas que están invitadas a esta fiesta y se preparan debidamente a ella, o somos un poco negligentes? Estas doncellas imprudentes no se habían preparado con magnificencia, habrían llevado el óleo justo para lo que ellas concebían que sería la espera para luego entrar.
Yo me acuerdo en China – que es una tradición, y además de tradicional es muy hermoso – cómo hay todo un grupo de muchachas que esperan muy ataviadas, con un palo que lleva pendiente en la punta un globo precioso de papel, ¡cómo hacen esas cosas tan primorosas!, dentro del cual hay encendido como un velón, entonces, cuando llegan los novios o llegan los invitados, ellas se ponen en fila, llevan este palo así, y esto ilumina de noche el pasillo de los invitados. Es un honor precisamente hacer este papel de recibir a esos invitados: son las hijas de la casa y sus amigas. Pues aquí era lo mismo, era un honor. Habían llevado aceite, pero poco. No es que cuando se plantea el problema de decir: ¡ay!, tenemos ya poco. O que las otras dicen: pues nosotras tampoco tenemos suficiente para todas, id a comprar. No es que a estas muchachas imprudentes les fuera un sacrificio económico el ir a comprar y que por eso las demás les tuvieran que ayudar económicamente. No, ése no es el problema. Ellas habrían podido comprarlo perfectamente, como hacen luego. Aquí lo que falló es que desconocían una virtud importante que es la magnificencia. Muchas veces si preguntamos a las personas: ¿Usted sabe lo que es la magnificencia, usted sabe por qué un rector de universidad se le llama “magnífico señor rector”? Pueden suponer que es algo como una gran aureola de gloria, de poder, etc; ¡la magnificencia, oh, el señor magnificente rector! No, nada de esto. Consiste en que uno, cuando hay una cosa importante que conseguir, y mucho más si es para el Reino de Dios, pone todos los medios que están a su alcance para alcanzarla y para asegurar lo alcanzado.
Si éstas tenían que llevar el aceite para iluminar la noche y decían: bueno, llevamos aceite para unas horas. No para toda la noche. Si hubieran sido más magnificentes las otras, habrían podido repartir aceite, no habría pasado eso. Se les quedó muy corta la magnificencia a las que tuvieron que ir a comprarlo, y algo corta también a las prudentes, porque hubieran tenido que pensar incluso en regalar aceite. Cuando una cosa es importante no se pueden escatimar medios para conseguirla, y sobremedios, para que sobre si la cosa es importante. Esto es la virtud de la magnificencia.
Entonces aquellos que quieren siempre ir a ras, sin hacer más esfuerzo que el necesario, trabajar lo justito, ser generosos lo justito, siempre lo justito, obran bien, pero se quedan muchas veces sin poder alumbrar por su tacañería de poner medios.
Que esta parábola nos haga meditar a nosotros: ¿ Cuando se trata de conseguir una cosa en el Reino de Dios, somos espléndidos en sacrificio, en entrega, en generosidad, en previsión, en todo? ¿Somos espléndidos, o somos tacaños en las cosas buenas de ese Reino?
Meditemos en nuestro corazón si sabemos tirar toda la casa por la ventana para conseguir algo como es el Cielo, porque todo es poco para alcanzarlo.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía del jueves, 28 de agosto de 1993. En la capilla de la Universidad de Barcelona.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra