Estamos reunidos aquí todos concelebrando en recuerdo del aniversario de la muerte de Carlos, al que tanto conocimos y tanto apreciamos. Siempre la muerte de una persona conocida y querida es una sorpresa, una perplejidad. Un dolor de separación para todos los amigos y para todos los familiares. Pero ciertamente creo que lo es más para unas personas, y aún más subrayadamente para la madre. La Virgen María al pie de la cruz contemplando cómo moría su hijo tan lleno de dolores… para ella fue un dolor tan grande, que hubiera preferido ser ella la que muriera en la cruz, más que el hijo. Para una madre ver morir a su hijo es un dolor inenarrable. Preferirían las madres sufrir antes que ver sufrir a un hijo. 

Ciertamente como digo, no hay que tratar de disminuir ese dolor que una madre en especial, y los que son hermanos consanguíneos suyos, sienten. Es un dolor que hay que respetar, hay que sufrir con ellos, y pedir a Dios que les ayude y les dé consuelo. Cabe pensar una cosa que es ese otro Misterio de la Virgen de los Dolores: el Sábado Santo. María sufrió mucho al pie de la cruz, pero cuando expiró Cristo ella también diría: ya se consumó lo que había de pasar; esto que estaba anunciado, que estaba previsto para la salvación del mundo, ya ahora todo se acabó – como dice Cristo en estas últimas palabras suyas -, ya se cumplió todo lo que había de suceder, y ya no sufre.  Cuando quizá todas las demás personas sollozaban viendo a Cristo muerto, porque en el fondo se sentían huérfanas, María desde aquel punto y hora quedaría serena. Ya no sufre. 

Naturalmente que su corazón quedaba atravesado por aquellas siete espadas que también le profetizaron. Pero con qué serenidad acogería en su seno a aquel hijo que descendían de la cruz y lo tendría en su seno, le daría un beso sabiendo que el alma y la divinidad, la persona divina de Jesús no moría; estaba otra vez en el seno del Padre y esperando la Resurrección. Ella entregaría aquel cuerpo tan querido para que lo ungieran según la costumbre y lo enterraran. Ella quedaría tranquila; ¡ya no sufre, ya no sufre! 

Si esto es la sensación del Viernes Santo, el Sábado Santo cuando todos estaban desorientados, perplejos, no sabrían que pasaría con ellos, qué ocurriría, María estaba allí en su estancia, en soledad, en oración. Estaba reluciente, esplendente porque estaba llena de claraesperanza. Cuando todos los demás habían perdido la esperanza, no sabían nada, el corazón de madre de María, que había oído las palabras de Cristo y las rumiaba en su corazón, ella sí que las había entendido, sí que le daban fuerza para tener esta esperanza clara de que Cristo resucitaría y estaría ya gozando el Cielo a la diestra de Dios Padre. 

Esto es también lo que las madres, apoyadas e iluminadas por María, saben en el fondo de su corazón , que aquel hijo al que dieron la vida, precisamente por eso, no puede morir. Que Dios esa vida la recoge, la salva, la limpia, la perfecciona, y la hace vida plena en el Señor. Una madre sabe que ciertamente se reunirá con su hijo en el Cielo, que no puede ser de otra manera por la misericordia de Dios y porque Cristo venció a la muerte, al pecado y a este mundo tan lleno de tantas cosas que son contradictorias y que nos hacen sufrir. Dios, Cristo, venció todo. Esta fe es la que tienen las madres cuando han sufrido tanto al pie de la cruz de sus hijos, cada uno de una manera, cada uno la suya. Pero también cuando todos queremos consolar a esa madre, resulta que es esta la que nos consuela a todos porque es una llama de luz, de claraesperanza en medio del mundo. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del lunes 21 de diciembre de 1992 Barcelona.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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