(Mt 21, 23 – 27) 

 

El día 12 es hoy y yo hubiera podido quedarme en casa ya que pensaba que José Luis vendría aquí. Porque ha sido un día muy ajetreado y estaba realmente cansado. Pero he pensado: No, ¡qué bien que pueda ir él  (tan habitual en preocuparse de esa misa de los días 12 a lo largo del año) y que presida!. Sin embargo, yo voy a ir de todas maneras, por si acaso resulta que él no pudiera ir. Pero sobre todo para tener la alegría de estar aquí con vosotros, sentado en esta silla y diciendo dos palabras de gratitud a santa Eulalia, porque por mi larga enfermedad en México, como dije el otro día en el Santuario de Santa Eulalia de Vilapiscina,  yo ya pensaba que, después de 6 meses de estar prácticamente en cama, nunca más podría volver a España. No podré volver a la catedral, no podré volver a asistir a esas celebraciones de santa Eulalia del día 12 que tantos años llevamos celebrando, y ni podré veros a vosotros. En fin, gracias a Dios que, contra todas las estadísticas, aquí estoy todavía. Tener esta alegría de estar cerca del sepulcro de santa Eulalia, para que así como me ha ayudado tanto hasta ahora, me siga ayudando quizás en lo más difícil de una persona que es el morirse. Yo deseo morir con alegría, con paz, eso que dicen de la muerte de los justos, sintiéndose uno que ha sido tan injusto siempre toda la vida y con todo el mundo. Pero a pesar de todo, deseo que me alcance esa paz, esa serenidad, esa tranquilidad y dulzura de la muerte, e incluso yo diría que muera de buen humor y sin amargar a nadie.  Qué bien es reírse de uno mismo, que es tan limitado, tan mortal, que tiene que abandonarse enteramente en brazos de Dios en este trance más que nunca y para siempre.  

 

Es muy interesante el Evangelio que os ha leído José Luis. Es el que corresponde a este día de Adviento. Él habla con autoridad; no dice: vengo de parte del presidente del sanedrín a deciros eso, o a daros este encargo, o a predicaros hoy sobre este punto. No se presenta, predica. ¿Con qué autoridad haces eso? Es muy curiosa la respuesta que les da Él: mirad, si vosotros me respondéis a una pregunta que yo os haga, yo también os lo diré. Está en su derecho, pregunta por pregunta: lo que decía san Juan allí en el Jordán evangelizando y bautizando, ¿lo hacía con autoridad de Dios, o era cosa de los hombres?. Entonces la reacción bien curiosa es que no dijeron nada, se callaron porque pensaron: si decimos que es cosa de Dios, puede decirnos todo el pueblo que por qué no hacéis entonces vosotros esta penitencia, recibir el bautismo, cambiar de corazón – como nos decía el Evangelio de ayer toda esa serie de cosas que san Juan decía que tenían que hacer -. Claro, pues si ellos están convencidos de que eso era Voz de Dios en san Juan, un profeta, pues ¿por qué no lo hacen? Y si decían ellos que no, que era cosa de los hombres, el pueblo de Dios estaba tan convencido de que aquellas palabras de san Juan eran de Dios, las palpitaba de una manera más evidente y clara que era el mensaje, más que muchas predicaciones que les daban allí en la sinagoga los del sanedrín. Si decimos que es cosa de los hombres nos apedrearían, porque ellos están convencidos de lo contrario, que eran conspiraciones de Dios. Ellos viendo este dilema en que les pone Jesús, se callan, no dicen nada. Entonces Jesús aprovecha eso para decir: bueno, pues si vosotros no me respondéis, yo tampoco os digo con qué autoridad hablo, si por inspiración de Dios Padre, o cosas de hombres, cosas mías sin más; no os lo diré.  

 

Pero lo mismo. Aquella multitud que le escuchaba percibía también que lo de Jesús era tan extraordinario, era tan nuevo, era tan maravilloso de cara al futuro, tan simple: amaos como el Padre os ama, amamos unos a otros como el Padre os ama… Era tan simple, tan sencillo, era tan fructífero para la paz, la alegría y la convivencia, y para la solidaridad entre todos para solucionar todos los problemas, sin ambiciones, sin prepotencias, sin afanes de poder; nada. ¡Qué fácil solución era! No podían dudar que era palabra de Dios. Esos que le preguntaban quizá tampoco lo dudaban, pero no lo confesaban porque les habría obligado a mucho, a practicar, a bajarse de esas ambiciones de poder, de esa idolatría del poder y empezar a amar a los demás con corazón sencillo.  

 

Jesús calló pero dio sus frutos, y los frutos especialmente están detrás de Él. En la cruz los mártires dan con su sangre el testimonio de la verdad de Cristo, profeta de Dios Padre. Los mismos apóstoles antes que nadie, y tantos otros como santa Eulalia a la que hoy veneramos otra vez más en este día suyo de mes. Como dice Juan Pablo II, cuánta gente de buena voluntad en otras confesiones cristianas (porque están allí de buena voluntad) han nacido en este ambiente y se han ido de misioneros, y son protestantes o son quién sabe de qué hermanos separados, los ortodoxos. Bueno, pero ¡cuántos mártires verdaderos han derramado su sangre! Y también dice el papa: yo desearía beatificarlos también, porque son mártires, testimonios del amor de Cristo.  

 

Pues bien, venerando a santa Eulalia, sigamos esta celebración, que ella sí sabía que la autoridad con que hablaba Cristo era la autoridad de Dios Padre.  

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

 

Homilía del lunes 12 de diciembre de 1994  en la Cripta de la Catedral de Barcelona.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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