Quién no ha pasado alguna tarde, o alguna noche de insomnio especulando sobre Qué habría acontecido si yo no hubiera…, qué hubiera pasado si yo hubiera…, y así infinitas contingencias imaginarias, que difícilmente se darán alguna vez, pues su posibilidad de ser ya pasó.
Ante las decisiones fuertes -y no tan fuertes- en la vida, es fácil que nos planteemos las infinitas alternativas que podrían surgir decidamos una u otra cosa. Y es en estos momentos en que se nos hace más patente que nuestras opciones y decisiones marcan el curso de nuestra vida, y de los que nos rodean.
Pero no es frecuente que esto que vemos tan claro, a la hora de tomar nuestras decisiones, lo veamos con igual claridad a la hora de pensar en términos más amplios, como la humanidad. ¿Qué hubiera pasado si Adán y Eva no hubieran pecado, si no hubieran faltado al amor, si no hubieran tenido tanta soberbia? ¿Vivirían los seres humanos de ahora en una situación de paraíso? ¿Algún otro ser humano en la cadena de generaciones hubiera dejado de amar y perdido el paraíso?… No lo sé, pero una cosa sí se segura, que si Adán y Eva no hubieran pecado, yo no existiría. Si Adán, Eva y sus descendientes hubieran seguido en situación de paraíso, se habrían producido a lo largo de los tiempos otros encuentros, otros enlaces… nosotros -los que hoy existimos-, no existiríamos. Y resulta que esos otros seres hipotéticos que no llegaron a nacer nunca -pues sus antepasados frustraron los planes de Dios de amarse-, son los que Dios hubiera deseado que realmente existieran: hombres y mujeres nacidos en un mundo lleno de amor, de caridad mutua, de paz y alegría, etc.
Los seres humanos, que hoy existimos, somos fruto del pecado. Y no sólo del pecado de nuestros primeros padres, sino de la continua cadena de pecado que seguimos cometiendo los hombres, desde ese primer pecado, que nos llevó a perder el paraíso. Los seres humanos con nuestro pecado, con nuestra soberbia, frustramos continuamente los planes de Dios, y continuamente trastocamos la Historia. Pues Dios deseaba -y sigue deseando- que en la tierra nazcan y se desarrollen seres humanos en un entorno de paz y alegría, que las personas vivan en un humus de amor y mutua caridad.
Generalmente, cuando nos referimos a los «planes de Dios», pensamos en hechos, en iniciativas, en proyectos o grandes empresas, acciones, etc. Nos fijamos tanto en el qué emprendemos que casi no tenemos en cuenta el cómo emprendemos. Sin embargo, en los “planes de Dios” el cómo es fundamental, y por ser fundamento es primero que el qué. Nuestras acciones -ya sean vender flores o montar obras asistenciales- serán más acordes al plan de Dios, en tanto en cuanto, tengan su origen en el amor, y se desarrollen en caridad. Si esto es así, fácilmente producirán frutos de caridad a su alrededor y entre las personas, y como mancha de aceite, se irá esparciendo y generando un humus de caridad cada vez más fecundo entre las personas. De este grupo humano que vive en caridad, no cabe duda que nacerán mejores generaciones, que si viviera en medio de odios, rencores y guerras.
Dios deseaba que la humanidad se amara, y deseaba unas generaciones fruto de ese amor. No es el caso de quedarnos atrapados ni en un pasado que ya fue, ni en quiméricos futuros que no serán. Pero no cabe duda que la mejor manera de preparar el futuro para las generaciones que vengan -sean quienes sean-, es que los presentes nos amemos con el cómo que Cristo nos mostró. Esta será sin duda, la tierra más fértil para una humanidad más acorde con los planes de Dios.
Texto: Maria Aguilera
Fuente: Nuestra Señora de la Paz y la Alegría