(Jn 17, 11b-19)

Este evangelio nos señala que el Padre ama a su Hijo. Todo lo ha puesto en sus manos. O sea, que el amor de Dios Padre es de corazón de Padre, y ama al Hijo, al que creó, desde toda la eternidad. Cristo dice, lo recordábamos esta tarde, que el Padre es mayor que Él. Y son iguales, las Tres Personas son iguales, poseen toda la naturaleza divina por igual. Sin embargo, el Padre es mayor porque es el Origen, ama con amor de Padre.

 

Cuando Cristo nos dice a nosotros que nos amemos unos a otros como el Padre le ama a Él, y Él nos ama a nosotros, no sólo significa que hemos de amar sin límites en una cantidad que no tiene fin, siempre leal, perseverante y perdonando siempre, sino que también tiene la calidad de amor de Padre. Así nos hemos de amar unos a otros.

 

Porque todavía en el amor puede haber una mezcla de un amor benevolente hacia el otro, pero también se mezcla un amor egoísta, porque el otro es un bien para nosotros, nos conviene. Sin embargo, en el amor de padre, de madre, es donde se purifica el amor. Los padres aman a los hijos y no esperan cosas de ellos; se harán grandes, se casarán, se irán quizás lejos, tendrán sus familias y quizá no ayuden demasiado a las personas mayores. Y los padres les aman. Les han dado el ser, se han desvivido toda la vida por ellos para darles lo mejor en formación, en educación, en todo lo necesario para la salud, para sus estudios, para su alegría, para sus juegos, sus diversiones, para que se casen felices…, una hermosa fiesta sin esperar nada. Si algo viene después de gratitud, de recuerdo, de ayuda, ¡qué bien, qué maravilla! Pero lo malo sería esperar esto, o engendrar hijos para tener beneficios de ellos. No. Los padres aman con una entrega total, estarían dispuestos a dar la vida para salvar la vida de sus hijos. ¡Qué grandeza el amor de padre!

 

El correlativo es que el Verbo, desde toda la eternidad, ama a Dios Padre con corazón de Hijo. Y amándose así uno a otro con amor de Padre o amor de Hijo, es como fluye, emanan, expiran, el Espíritu Santo, que es ese amor que se tienen, sustanciado en la tercera persona.

 

Tenemos que amarnos así, con amor de Padre. Yo diría incluso que los esposos han de olvidar el egoísmo que puedan tener en el matrimonio para amar con esa generosidad total, como un padre ama a sus hijos, que hace toda clase de sacrificios y no espera recompensa. Así se tienen que amar mutuamente los esposos. Entonces fluye el amor.

 

Cada uno se ha de sentir padre protector del otro, y a la vez, hijo agradecido a las atenciones, al servicio de la otra persona. Entonces, cada vez más se convierten en un hontanar, en una fuente creciente de aguas vivas de amor. Y la unidad y el amor entre ellos irá creciendo siempre. Si, en cambio, se aman con cierto egoísmo, esto va mustiando, secando el amor.

 

En fin, que Dios nos ilumine ya que nos ha puesto este evangelio en que nos habla de este amor del Padre al Hijo, y a nosotros, que somos también en Él hijos suyos. Y nosotros le hemos de amar con corazón de hijo, pero a su vez nos hemos de amar unos a otros así. Entonces el Espíritu Santo reinará en nosotros y hará de nuestra vida, de nuestra convivencia – allí donde estemos- un trozo de Cielo.

 

Alfred Rubio de Castarlenas

Homilía del Jueves, 11 de Abril de 1991 en México DF

Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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