Tuve ocasión de estar en una misa sabatina en honor de María. Pero bien podéis imaginar que, en América, cuando estaba tan mal y no creía que podría volver a España nunca más, el recuerdo de esta capilla -que fue la cuna de tantas cosas nuestras, de tantas vocaciones surgidas desde aquí, de tanta labor apostólica y de tantas ideas- era para mí un recuerdo permanente en México.

 

Pero hoy estoy aquí. He llegado con un poco de retraso, y he podido participar en todo, desde la homilía de Juan Miguel, esas homilías – yo diría firmes, de río, como un pantano que se resquicia, que se derrumba parte de la presa y sale de allí un río enorme en cantidad y en ímpetu gracias a la soledad y al silencio, a la cartuja-, que invaden todo el curso, y llenan las campiñas. La cantidad de cosas que nos ha dicho en esta homilía río. Para mí, el escucharle hoy ha sido como una revelación de un punto en medio de toda esa impetuosidad de las aguas. Me ha aclarado, en un momento dado, unas de las dificultades que uno tiene dentro para entender a ese Dios inconmensurable, Misterio que tanto hemos vivido él y yo, pero Juan Miguel a mi lado reflejando todas esas vicisitudes: ¿cómo es posible que la existencia de Dios – bueno, infinito, poderoso, creador de tanta belleza, creador de nuestra libertad, de nuestra potencia de sabiduría y de nuestra potencia de amar- esté codo a codo con la iniquidad del mal? ¿Cómo es eso, de dónde viene, dónde está la raíz de todo ese dualismo posible?

 

Hoy Juan Miguel, rodeando panoramas y volviendo sobre ellos, profundizándolos y ampliándolos me ha maravillado al darme cuenta de una cosa que ha sido como un ramalazo de luz para mí. Es lo siguiente.

 

La iniquidad del mal, ¿de dónde viene? Pues viene, como una raíz profunda, de nuestro orgullo, de ser un ser existente que-porque existe, aunque no existiera antes, aunque no hubiera podido existir, pero de hecho existe- se cree que es como un dios. Y entonces le molesta que venga Dios a irrumpir -en esta inmensa completez suya de ser como un dios-, a meter en sus asuntos y se haga histórico. Porque si existe, pero no interviene, es como si no existiera, claro. Es decir, un hombre puede tener un padre y decir: claro, me engendró mi padre, pero, mira, mi padre se fue a América y qué sé yo, incluso me imagino que tiene otra familia y tal…, no ha intervenido nunca en mí; yo me basto. Pero si ese padre se acerca e interviene en la vida del hijo de alguna manera, en vez de estar desamparado, le atiende, se mete en sus cosas… Es decir, la raíz de esa soberbia es: no me dejo amar. Aquello que decía Juan XXIII: hay una cosa más grande que amar y es dejarse amar.

 

Es como cuando uno sube en el tranvía y todo son empujones: ¡oiga usted, por favor, no me toque! Siempre estamos defendiéndonos: ¡oiga usted, déjeme en paz, no me quiera querer! ¡Qué orgullo! ¡Si lo más grande de este mundo es dejarse querer, dejarse en nombre de Dios, que el otro se haga presente en mi vida, que intervenga en ella! Y todos caemos en la tentación de que yo ya me basto, no necesito nada para ser un sol que además resplandece y ama los demás, ya me basto, no necesito ir a ninguna gasolinera a cargar mi coche, yo tengo una pila atómica inacabable. Que me quieran amar, que Dios quiera meterse en mi historia, en la historia, en mi historia personal, en mi cotidianidad, en mi convivir Dios conmigo, en quererme amar… Es como la sensación que uno siente ante cualquier cosa, como tener una piedrecita en la planta del pie, o cuando uno tropieza con una rama, o se da un pequeño roce al pasar junto a un mueble, o nota que le empujan un poco atrás…, ¡que me dejen en paz!

 

Es este quedarse solo, ese no dejarse amar por la soberbia de que no necesito que me amen porque yo ya soy un semidiós porque existo, hasta tengo un alma que ni Dios puede destruir, soy indestructible, y soy para siempre. ¡Qué falsedad!, una cosa que no tiene materia no se puede destruir, pero si Dios la dejara de sostener, se aniquilaría. Pero eso no se ve, y se cree: tengo un alma que hasta Dios me ha de soportar eternamente, soy un semidiós, no necesito ser amado.

 

Eso es la iniquidad del mal, la raíz de la iniquidad del mal: no dejarme amar por mucho que después esté yo decidido a amar a los demás. No sirve de nada, ¡es que no tengo gasolina! Es que creo yo que sí, que estaré volando, o estaré corriendo porque tengo un depósito llenísimo de energía atómica, soy un sol. No, pronto se queda vacío mi depósito de gasolina de amar. Tengo que dejarme amar. No solamente me tengo que dejar amar por otros que son limitados, que me podrán poner toda la gasolina que tienen en el depósito de la gasolinera, que pueden ser los litros que sean. Lo primero es dejarme amar de Aquél que realmente me puede llenar sin acabar nunca esta fuerza: dejarme amar de Dios.

Hay ateos, hay agnósticos, hay gente, la que sea, que dice: estará Dios ahí pero no me sirve para nada, no necesito ser amado. Aunque haya otros que quieran amarles con buena intención – porque son gente fundamentalmente buena-, se les acaba pronto la energía. Y eso es la iniquidad del mal. Para vencerlo hay que ser humilde y permitir que la puerta esté abierta para que Dios entre siempre, cuando quiera, y que ojalá se quede. Yo me he de dejar amar por Dios con humildad y con gran alegría, siendo unos en libertad, en voluntad y belleza, unos después en sabiduría, unos en el mismo amor.

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del Sábado, 10 de diciembre de 1994 en la capilla de la Universidad de Barcelona.

Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

 

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