Este domingo se celebra la fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, de un cuerpo que ha vertido la sangre sin ningún egoísmo por un acto de amor a los demás. Jesús ya lo había manifestado; “nadie da testimonio más grande de amor que aquel que da la vida por los amigos”. Los cristianos somos un solo cuerpo de Cristo, también una sola sangre con la sangre de Cristo. Somos, por un lado, la corporación de Cristo en medio del mundo. No sólo hemos de ser cada uno testigo, es necesario un testimonio colectivo, comunitario y social. Un hombre en medio de los hombres, sí, pero a la vez unos grupos en medio de los grupos y unas instituciones en medio de las instituciones. Y también somos sangre, los cuerpos pueden estar quietos, enraizados, la sangre no se detiene nunca. Un cuerpo del cual se hubiera derramado la sangre es un cuerpo muerto; la sangre corre siempre por nuestras venas, lo vivifica todo. Hemos de ser pues la sangre mística de Cristo que vivifique todo y a todos. Somos vida, somos amor. Si multiplicamos el cuerpo, queda contrahecho, pero si uno pierde un poco de sangre, la restablece y poco después ni se acuerda. Una nueva sangre, a pesar de los descalabros, fluye siempre por el cuerpo de las comunidades del Señor.  

Sí, hoy es fiesta, fiesta del amor fraterno proclamado por las calles y las plazas. Jesús lo había dicho cuando fundó la Eucaristía: “amaos los unos a los otros como el Padre me ama a mí y Yo a vosotros”. No es suficiente amar a los demás con las cortas fuerzas de nuestro corazón humano, debemos amarles como Dios nos ama, es decir, he de amar con amor de Dios que no tiene límites, siempre es fiel y nunca se cansa. Esto es la caridad. Si tratamos de amar a nuestras comunidades y a nuestro entorno como Dios lo hace, habrá menos injusticias; no faltará ayuda ni consuelo, no faltará amor y amistad. Si lo hacemos, haremos un espacio de alegre paz en medio del mundo, más allá incluso de la fe y de la esperanza, porque en Jesús ya vemos al Padre y en su Reino, aquí, ya empezamos realmente a poseer la Casa de este Padre. De otro modo, si no hubiera caridad, de nada serviría, seríamos como campana que vibra vanamente, como nos recuerda San Pablo.  

La caridad es amar a modo divino, nuestro amor se transforma y se enaltece, por eso la caridad es cristalina, nunca tiene dobles juegos. 

La caridad es personal, no tiene prisa, como si todo lo que ha de hacer en el mundo fuera lo que está haciendo en aquel instante.  

La caridad no se mueve entre fantasías sino entre realidades.  

La caridad la puede practicar un pobre o uno que esté lleno de dignidades; será más eficaz el que tenga más caridad. 

La caridad no necesita nada, ella misma irá creciendo lo que sea necesario. Como la madre que da su pecho al recién nacido y como los árboles dan espontáneamente la maravilla de ramas y hojas, la caridad produce frutos suavemente extraordinarios.  

La caridad emprende sus actos con prontitud, le resultan gozosos y sorprendentemente fáciles y dan fruto.  

Solo en la caridad se vive en Dios y Él está en nosotros. 

La caridad no tiene norte, todo el horizonte es norte para su quehacer. 

La caridad no descansa ni hace mal a nadie, hace todo el bien que puede a todos. 

La caridad nunca es superficial ni frívola, sabe escuchar a Dios a través de las voces de los demás, incluso de los que odian.     

La caridad no dice nada, obra.

La caridad todo lo atraviesa, no tiene obstáculos. 

En el amor nos conmocionan las personas por su valor, en la caridad nos conmocionan, abrillantándonos, aquellas personas que tienen en sí mismas más a Dios.  

La caridad no da celos, ya que todos se benefician y se sacian de ella.  

La caridad sabe que un hombre vivo, real, vale más que todas las ideologías juntas, que son abstracciones y conceptos. Lo contrario sería una idolatría de las ideologías. 

La caridad es incluso motor del amor y así éste puede serlo eficazmente de la justicia. 

El amor duerme al dormir, por eso la gente se dice al despertar: buenos días, amor. La caridad vela aun cuando duerme, no es necesario saludarse por la mañana, ha seguido siendo en todo momento uno con los demás. 

La caridad no tiene ministros ordenados, todos lo somos y podemos serlo. 

La caridad ilumina la vida y todo se ve y se entiende mejor. Ilumina el mismo amor, nos descubre los auténticos y verdaderos motivos del dolor, de la alegría e incluso del existir. 

La caridad, porque va al vuelo, siempre se mueve y se coloca de la mejor manera para recoger el viento del Espíritu, como las aves que abrazan el viento. 

La caridad tiene una opción para hacer en todo momento lo mejor, pero sin obsesiones ni análisis profundos sino, repito, como las aves.  

La caridad no tiene fronteras de razas ni de edades, ni de condiciones sociales ni de ninguna otra.  

La caridad no piensa en la muerte, vive más allá.  

La caridad no pone los dolores y sufrimientos propios sobre los demás, al contrario, asume los de los demás.  

La caridad no pide que le traten según la justicia, tiene suficiente y sólo pide que la dejen obrando como ella es. No pide, obra.  

La caridad no se preocupa por hacer feliz a la gente, esto es cosa del amor. Lo que desea es que todos accedan a este vivir y actuar en caridad, porque esto sí que es la verdadera felicidad.  

Es transparente, a través de ella vemos a Dios próximo y a los demás más humanos. 

La caridad no tiene fin. ¡Vivamos en caridad, caridad y sólo caridad! 

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del Domingo 24 de junio de 1984 en la televisión catalana, TV2

Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra

 

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