Os decía hace un momento que hoy es esta fiesta dentro del calendario litúrgico, ver a María, la madre de Cristo, que tantos títulos la Iglesia le da. Uno más y reciente. Ésta es una fiesta que no tiene muchos siglos de existencia, y la Iglesia también le da este nuevo título «Reina nuestra».
Realmente los israelitas cuando caminaban estando allí en la tierra prometida y se regían de una manera bastante democrática por jueces, representantes de las tribus, etc., tenían como una nostalgia viendo a los pueblos vecinos que todos tenían un rey, el esplendor de la realeza con vasallos, con ejércitos, y ellos, queriendo como ponerse a la moda, pidieron a Dios también tener un rey, les parecía que estaban ellos en una situación de inferioridad que no tenían, así, tanta representación cuando todos los demás tenían este boato de tener un rey. Dios les dice a través de los profetas: no sabéis lo que pedís; un rey tiene palacios, viste con sedas y damascos, tiene su corte, tiene su ejército, obliga a los ciudadanos a enrolarse en el ejército, desencadena guerras, quién sabe, a veces por ambición de poder…, no sabéis lo que pedís al pedir que queréis un rey. Pero ellos, erre que erre, venga querer un rey, y por fin Dios dice: allá vosotros, ¿queréis un rey?, pues allá lo tenéis. Y efectivamente quizá se arrepintieron después mucho; llegaron los reyes de Israel y algunos los hicieron batallar duramente, hicieron levas de soldados a la fuerza, ¡cuántas madres y cuántas familias lloraban la ida del hijo a los ejércitos sin saber si volvería! Pero era consecuencia de que ellos mismos habían querido tener un rey. Y construyeron palacios, y naturalmente eso costaba dinero, y entonces amolaban al pueblo con impuestos para mantener esos palacios, su séquito de cortesanos y sus ejércitos. Pero, en fin, así fueron desfilando los diferentes reyes de Israel.
Alguna persona podía pensar: hombre, si el rey fuera, no quizás un gran guerrero victorioso, sino que fuera alguien muy sensato, una buena persona, equilibrado, pues saldríamos ganando. Algunos otros pensarían: bueno, si eligieran rey a uno de mi familia, pues al menos a mí me tratarían bien, seguramente a la familia nos darían privilegios, nos daría franquicias, facilidades en todo, nos dispensaría del ejército…, si fuera un familiar el rey.
Verdaderamente no podemos pensar nada mejor que el rey, que la reina que rigiera los destinos de un país, de unas gentes, fuera precisamente la madre. Y ella podría tener más solicitud por sus ciudadanos, que esa reina que fuera madre de ellos. ¿Quién podría tener un corazón más bien dispuesto para sus súbditos que la madre de éstos? ¿Quién trataría de que fueran felices, de que no se mataran, de que no hubiera guerras, de que pudieran prosperar, de que pudieran vivir contentos y con todo lo necesario, con una buena dirección del país? ¿Quién como una madre?
Cuando la Iglesia nombra a Cristo Rey, Cristo que es la figura de Dios Padre, no hace más que enaltecer esta nueva manera de realeza que no esclaviza, que no explota, que no pone el pueblo a su servicio y a su gloria, sino que da la vida por el bien de los componentes de su Reino; Dios Padre en la figura de Cristo Rey.
Y si tiene que haber al lado de un Cristo Rey también una figura femenina, la reina madre si este rey todavía está soltero o es viudo, o está solo, la figura de la reina, la reina madre. Decían ahora en Inglaterra que fue el cumpleaños de la reina madre, una reina muy querida, la madre de la actual reina, que se desvivió realmente por tantas personas que necesitaban un apoyo, una ayuda, una palabra, y aquella reina visitaba el país, visitaba donde había necesidades, ocurrían tragedias, y se portaba realmente con un corazón muy maternal; y ahora en su cumpleaños fue una manifestación espontánea del pueblo inglés realmente asombrosa, allí, al pie del balcón de donde residía para felicitarle ya de buena mañana en su cumpleaños, no sé cuántos, 80 u 83 cumpleaños, porque había tenido un corazón de madre.
¡Qué hermosa es esta figura, pues, de María Reina!, porque ella tiene el corazón de Madre por excelencia; ninguna mujer en el mundo tiene un corazón de Madre más maternal que el suyo, que cobija en la Iglesia a todos los cristianos y cobija en su corazón a todos los seres humanos. Ella al pie de la cruz hizo algo más grande que ofrecer su vida por los otros. Para una madre es más duro ofrecer la vida del hijo que la misma propia, y María así se convirtió en corredentora nuestra, Madre nuestra, de todos. No es como la reina de Inglaterra, benemérita esta reina madre tan querida de sus súbditos que se esforzó en tener corazón de madre para todos los que pudo; es que María es auténtica Madre nuestra. Y ¡qué hermoso!, no podemos soñar nada mejor en la Iglesia que precisamente nuestra Madre sea la Reina.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía de 22 de Agosto de 1985 en la Ermita de la Punta la Mona, La Herradura (Granada)