Hemos escuchado una vez más ese relato evangélico que uno de los evangelistas narran, esta Pasión… ¡Qué misterio, matar es fuente de vida, de perdón, de reconciliación, de amor!

Cada una de las palabras del Evangelio sirven para que las meditemos despacio, mucho tiempo, sacando de cada resquicio de este relato, tantas y tantas enseñanzas, y tanta agua viva, para nuestro espíritu, nuestra vida, nuestra resurrección.

 

Yo hoy, en este momento, querría que nos detuviéramos un momento ante esta breve homilía, el meditar una cosa que pasa desapercibida. Muchos de los que estáis aquí ya conocéis este punto. Pero bueno es volver sobre él y meditarlo de nuevo e irlo aprovechando otra vez. Es eso que se llama «la mirada de Cristo muerto». Lo habéis escuchado después de toda esta Pasión.

A muchas personas les puede parecer que el relato de la Pasión y Muerte es largo, es más largo que la lectura del Evangelio de otras celebraciones eucarísticas. Corto y bien corto es si lo comparamos con aquellas horas de madrugada, de toda la mañana, del mediodía hasta las tres de la tarde, el intensísimo sufrimiento por parte de Cristo. Eso sí que era largo.

 

Pues bien, habiéndole seguido paso a paso, llegamos a este punto último del relato cuando Él dice: Todo se ha cumplido, y expirando -como cuenta otro evangelista-, Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu. E inclinando la cabeza, después de este gran grito, expiró. Y ahí está clavado en la Cruz, con la cabeza inclinada, con los párpados entreabiertos, muerto, pero con esas pupilas suyas mirándonos: la mirada de Cristo muerto.

 

A lo largo de otras lecturas sobre la vida de Jesús en los evangelios, cuando empieza su predicación, cuando se enfrenta -como decíamos esta mañana- con aquellos fariseos, con aquellos escribas, con aquellas turbas, o cuando se dirige hacia otros que le siguen con fe, pecadores, discípulos, aquellos marginados, los mira. También tiene muchas miradas iracundas a veces contra aquellos otros. Hemos meditado esas distintas miradas de Jesús a lo largo de su vida. Hemos sentido miedo de que nos hubiera mirado así también, como miraba a aquellos hipócritas fariseos. Y hemos tenido el consuelo de pensar que también podíamos ser el objeto de aquellas miradas llenas de comprensión y de ternura de Jesús. Sabemos, imaginamos, el brillo especial que tendrán los ojos de Cristo resucitado, triunfando, vencedor ya de la muerte, del pecado y de las grietas del mal; llamado a estar sentado a la derecha de Dios Padre, gozoso y glorioso. Quizá nos es difícil imaginar esta mirada. Pero pasamos por alto entre una y otra, esta mirada silenciosa, y, sin embargo, ¡qué honda es esta mirada!

Poco antes, en la Cruz, padeciendo esta agonía horrible de este sufrir, de esa sed abrasadora que no pueden calmar esas esponjas, no es el brillo amargo. Con aquel escuchar a aquella multitud pululante a su alrededor, aquellas palabras del buen ladrón, aquella presencia, su único consuelo en esos momentos, de María, rodeada de Magdalena y Juan, pero que a la vez serían causa de una desazón interna tremenda al verlos sufrir de esta manera.

Ha hecho todo lo que ha podido por los otros, ha hecho todo lo necesario para la redención: todo se ha cumplido, sólo le queda entregar el espíritu a Dios Padre: No ha ahorrado esfuerzo, no ha ahorrado dolor, ha sido abofeteado, escupido, y en la Cruz casi era irreconocible. Parece, según los profetas, un gusano. Todo por amor, todo para dar testimonio de su amor, para que no nos quede ninguna duda de que nos amó. Nadie da más testimonio que aquél que da la vida por el amigo.

Y en la agonía estarían sus ojos transidos de esa nube de dolor que le envolvía. Una vez muerto, la paz vuelve a su rostro. Es una mirada de alguien que ya no sufre a fuerza de haber sufrido todo lo que se puede sufrir, una mirada pacífica, una mirada llena de comprensión, llena de ternura: es la plenitud de la comprensión y la ternura. La intuición del pueblo cristiano ¡qué fina es! puede decir mucha gente, que no entiende esos misterios: pero qué hacen la gente yendo -dentro de unos momentos Dios mediante lo haremos- apoyados humildemente pero gozosamente a la sombra de la luz del crucifijo, Cristo crucificado y muerto. ¡Qué van a hacer allí a los pies de esta imagen de un muerto! En esos crucifijos, en esos cristos que están en todas las iglesias, ¡cuánta gente van allí a besarle los pies, ponerse debajo de esta mirada de Cristo muerto!

Pero ¿está muerto? Sí que lo está, pero está vivo. Precisamente porque está vivo, resucitará. Sabemos que no es indiferente nuestra presencia a vuestros ojos. Que Jesús nos ama, que Jesús nos bendice. Casi podría decirse que todos los méritos de Jesús, simbolizados en esta sangre suya, necesitan de esta mirada de la consumación total, es mirada de Cristo muerto para que su sangre empiece a fructificar.

 

Recordamos a aquel soldado que le clava la lanza en el costado, porque, ¿para qué quebrarle los huesos si ya está muerto? -señal inequívoca con esa expresión del Evangelio de que está muerto-, y, sin embargo, ante aquellos ojos que miran sin ver -como decía hace un momento-, pero que tan profundamente es su mirada que nos atraviesa el corazón. Aquella lanzada del soldado, sí, atravesó el corazón de Cristo que ya no latía. La mirada de Cristo muerto le atravesó aquel corazón suyo que sí latía, de vida, y lo cambió. Y bajó ya glorificándole: era verdaderamente Hijo de Dios. Ya es un primer fruto de esa sangre de Jesús, vivificada en el alma de este soldado por esa mirada sólo en apariencia inerte.

 

Hemos de imitar a Jesús. También hemos de tener una mirada valiente, decidida, contra el mal y contra aquéllos que, en un momento dado de su vida, por ofuscación, se hacen banderas vivientes, encarnación de este mal. Y hemos de tener como esas miradas que tenía Jesús a lo largo de su vida para aquellos menesterosos, aquéllos que sufrían, aquéllos que estaban con el corazón solitario, con aquellos pecadores que le acusaban de que iba siempre en compañía de pecadores. Aquellas miradas que tendría para los demás. Pero también hemos de ser discípulos de Cristo en saber mirar con ojos de Cristo muerto.

Pero ¿cómo?, si no estamos muertos. Sí que lo estamos. El tiempo se nos va, y en cada instante estamos muriendo a todo lo que es pasado. Ciertamente ayer yo pude hacer muchas cosas para el bien de los demás, para bien mío, para gloria de Dios; quizá dejé de hacer muchas también que hubiera podido y hubiera sido bueno que hubiera hecho. Pero eso ya pasó. Yo me he muerto al ayer. Yo tengo que saber mirar el pasado, ese pasado reciente que llega hasta este momento que ya, ya no es. Saberlo mirar con esa mirada de comprensión, de benignidad, de perdón que tiene Cristo. Tengo que saber mirarme incluso a mí mismo así, con esa conmiseración, con esa confianza de que mi pasado, mejor o peor, lo pongo confiadamente en manos de Dios Padre: en Ti confío mi espíritu. Entonces esta mirada sobre este pasado, que va pasando, hará que se borre por esa misericordia de Dios todo lo que haya de sombra en ello, y transmutado milagrosamente por el amor de Dios Padre, en cuyas manos lo he puesto. Quedará hermoso y brillante, convertido hacia el futuro, como este soldado que decíamos antes. Tengo que saber mirar con esos ojos el pasado, la Historia, el pasado de los demás. Tengo que aprender de Cristo muerto también el hacer todo lo que uno puede por las cosas que ocurren, por las personas que me rodean, las personas que amo tanto, que me hacen sufrir tanto, y que uno hace o cree hacer todo lo que puede para corregirlas, para convertirlas, para que se pongan en el buen camino. Pero Cristo, incluso Él, parece que fracasa, parece que no logra esto, ¡cómo no vamos a fracasar nosotros!, ¡cómo no vamos a tener esa sensación de impotencia de conseguir! Porque hay que contar siempre con la libertad de las personas, y a veces parece un muro impenetrable, inamovible, y todos nuestros esfuerzos parecen condenados a un fracaso total. También tengo que saber entonces mirar con la mirada de Cristo muerto que he hecho todo lo que he podido, he sufrido todo lo que he podido, ¡no puedo más, no sé qué hacer más, se me ha alejado, no puedo! Saber, entonces, ponerlo todo en manos de Dios Padre, y saber mirar con mirada de Cristo muerto. Quizás entonces veremos milagros; lo que no habíamos podido conseguir con nuestra mirada suplicante y amorosa. Quizá consigas saber cómo, con esta mirada de Cristo muerto.

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía de Abril de 1983 antiguo monasterio de las Jerónimas de Trujillo

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