Dice una cosa muy hermosa aquí Jesús: te doy gracias Señor del Cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Nosotros estamos aquí ahora en cartuja media alrededor de la Eucaristía, Cristo en ella muerto, resucitado, glorioso, nos preside y es el centro, el alma de la cartuja media. Y estamos aquí escuchando el evangelio, la liturgia de la misa con simplicidad de corazón, con sencillez. ¿Y cuál es esta sabiduría que a través de Cristo nos comunica y por eso podemos estar aquí continuamente a esta hora de la tarde sosegados, contentos de estar juntos, de estar aquí, cuál es esta sabiduría? Pues que hay que morir a la soberbia y a toda clase de orgullos. Precisamente la soberbia fue el gran pecado, el pecado de los ángeles, el pecado de Adán. La soberbia es el pecado capital, es decir que todos los pecados los produce la soberbia. Pues bien, hemos querido ser humildes, humildes ónticos como decimos, arrancar de nosotros los orgullos y las soberbias, y luego, en una segunda fase, arrancar también el egoísmo, porque claro, con soberbia no podemos amarnos los unos a los otros como Dios nos ama –donde hay soberbia no hay amor–, tanto cuanto uno es soberbio tanto cuanto uno carece de poder amar, de dejarse amar. Y muertos también al egoísmo como digo, porque tampoco puede haber egoísmo en la cartuja media, donde amándonos hemos de ser unos como el Padre y el Hijo son unos; cuando hay egoísmo es imposible ser uno con los demás, siempre nos queda una parte nuestra fuera de este abrazo de unidad con los demás, en la medida que uno es egoísta no puede ser uno, en la medida que uno es soberbio no puede amar –la soberbia es lo contrario precisamente de la posibilidad del amor–. Pues esta sabiduría, esto que es tan evidente, sin embargo, la gente no lo ve. Los sabios de este mundo creen que, al revés, siendo orgullosos, siendo soberbios y siendo ellos sin querer fundirse solidariamente con los demás, y mucho menos con los pobres, con los que lloran, con los que sufren, con los marginados…, pues nunca serán unos. Esta sabiduría que es sabiduría evidente –las cosas de Dios no son complicadas, son sencillísimas, simples y evidentes–, pues ésta es nuestra sabiduría, saber que para estar aquí en la cartuja media rodeando a Jesús, aprendiendo de Él a amar como Él quiere, aprendiendo de Él a ser unos, aprendiendo de Él a amar a los enemigos, que es la máxima expresión del amor, porque amar a los amigos lo hacen también los gentiles, pero amar a los enemigos, ésta es la demostración de que realmente nos amamos entre nosotros también como amigos pero como Dios quiere que nos amemos, siendo unos, solidarios, abiertos, generosos, incansables en el amor. Pues bien, ésa es la sabiduría.
Y sigue diciendo Jesús: sí Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar. Por una parte, sabemos nosotros que Cristo ha muerto por todos, de manera que Cristo quiere revelar eso a todos y no cesará de hacerlo ver claro incluso a los moribundos para que se decidan a cambiar su postura y se decidan a amar a Dios. Pero luego dice de una manera clara a continuación a quienes, de una manera explícita, visible, ya en nuestra vida somos éstos a los que Él quiere revelar, por una parte, sabemos que, a todo el mundo, pero a otros se ve, y dice: Venid a mí todos los que estáis cansados, agobiados y Yo os aliviaré. Él desea revelar esos misterios del Padre, esa sabiduría de Dios a los que están cansados, agobiados, agobiados por la vida, por la lucha por la vida, por tantas dificultades, tantos odios que se encuentran, esta lucha contra el mal cotidiano, eso agobia, eso cansa. No está cansado ni agobiado aquél que no hiciera nada, aquél que no luchara, que no saliera a trabajar, a ajardinar el mundo, no, los cansados por esta lucha, los agobiados por estos trabajos, a esos quiere Él revelar lo recibido del Padre.
Cargad con mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón. O sea que ya vemos que para ser unos de los candidatos que ya en este mundo, sin esperar la hora de la muerte, podamos participar de esa sabiduría, conocer estos misterios de Dios, esta revelación de Dios, pues hemos de cargar con nuestro yugo, con nuestras obligaciones, o con nuestras penas, con nuestra cruz que la vida va poniendo sobre nuestros hombros, y cargándola con humildad y con mansedumbre, o sea, hemos de ser mansos y humildes de corazón, y entonces estamos seguros de que somos candidatos a que Dios nos revele al Padre. Y, además, cosa curiosa, encontraremos, como dice Jesús, nuestro descanso; cargando con esta cruz, con este yugo, pues parece que no tendríamos que descansar, al revés, que, si anduviéramos cansados y agobiados y encima cargamos con la cruz y encima hacemos el esfuerzo de ser mansos y humildes, pues quedaremos más cansados todavía. Pues no, esta paradoja de Dios, esta sabiduría nos dice que así es como encontraremos nuestro descanso, porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera. Seguramente porque Él ha llevado el yugo más duro y la carga más fuerte, porque Él toma sobre sí nuestras cruces y nuestras cargas y así nos aligeramos. No somos nosotros cireneos de Cristo, es Cristo quien es cireneo nuestro. Pues bien, ya vemos…
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía de 2 de Octubre de 1988 en Barcelona