Este domingo segundo de Adviento, que es toda una época de espera de una presencia misteriosa de Dios entre nosotros, dice así. Se dirige uno a Dios Padre, el gran amigo, que es origen de toda amistad, toda caridad, todo amor, y –dice– cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, que es el Adviento, y dice esta frase: no permitas que lo impidan –este encuentro, porque salimos animosos– los afanes de este mundo. ¿Quiere decir que no nos hemos de afanar en las cosas de este mundo?, hombre, claro que sí, y mucho. Precisamente ese Dios que aquí se invoca, Dios Padre, el gran amigo, nos ha dado a los hombres, como un padre amorosísimo en que llega Reyes, llega Navidad y piensa: ¿Qué regalo, qué juguete le puedo regalar a mi hijo, qué es lo que le gustaría, qué juguete puede ser el más bonito, el más hermoso, el más entretenido, el más sorpresivo, que dé una sorpresa y más alegre? Y piensa y va a los escaparates, o consulta con su esposa: a ver qué juguete podemos regalarle. Bueno, Dios Padre nos ha regalado el universo entero como gran juguete; explorar las estrellas, pensar en hacer astronaves a medida que logremos tener energías para ello, cómo perforar incluso la cuarta dimensión y poder llegar a las galaxias lejanas, cómo poder investigar las cosas microscópicas, que son impresionantes, o los secretos de la física, de la química, la belleza del conjunto con el arte, la pintura, la contemplación, los atardeceres…, y eso jugando no solitariamente: da mucha pena ver a un niño, hijo único, sí, rodeado de grandes juguetes pero solito; en cambio qué alegría tiene ese niño si tiene otros niños junto a él, otros amiguitos, y entonces juegan, cada uno juega con un aspecto de las cosas, uno hace un mecano, el otro hace otra cosa y el otro otra según sus gustos, todos juegan con el gran juguete. ¡Qué hermoso es sentirnos acompañados en este juego, formando equipos de juego, el universo entero es nuestro juguete!, podemos viajar, podemos nadar en el mar, podemos hacer pesca submarina, podemos tratar de saber meteorología, de que funcione bien, ser ecológicos, descubrir cosas microscópicas, microbios, cada uno según su gusto y acompañado de tantos que también les gusta eso mismo, amigos, y ¡qué gran juguete! Ahora, el padre se quedaría muy triste, si porque ha regalado un juguete estupendo a su hijo, y su hijo está entusiasmado con este juguete, llegara el padre, que es el que se lo ha dado, y ni caso, que este juguete absorbiera tanto al hijo, que no hiciera ni caso precisamente a ese padre tan amorosísimo, tan misericordioso –dice la oración–, tan lleno de corazón, que no le hiciera caso, cuando él es el que le ha regalado el juguete.
Los afanes de este mundo, pues ¡claro que sí!, hay que tener muchos y muy esforzadamente, ¡muy esforzadamente!, para que ese juguete funcione, no destriparlo. Hay niños que les regalan un juguete estupendo y lo primero que hacen es que les sacan las tripas, el serrín, todo, y se quedan sin juguete. Y eso es lo que puede pasar con los científicos hoy, que, a fuerza de destripar las cosas, exploten las bombas atómicas y no quede nada del juguete, y se destruyan ellos mismos. ¡Qué va!, hemos de saber mimar, cuidar, conocer, ¡claro que sí!, hacer funcionar el juguete, ¡naturalmente!, pero sin destruirlo, porque es para jugar, para ser felices, en buena compaña…
… Bien, pues qué ese sentido de los niños en esta cercanía de Navidad, niños grandes… El otro día visité en Arenys de Munt esa casa que tiene el doctor Folch y Camarasa, que le están haciendo ahora un homenaje todas las universidades españolas, y allí tiene recluidos 72 personas minusválidas mentalmente, y él se dedica a la gente mayor, a los que ya sus padres se han muerto –los padres de un niño minusválido están angustiadísimos: yo lo cuido, pero ¿Cuándo yo me muera?–; bien, pues él ha recogido a todos éstos que ya se han muerto sus padres, y sus nietos por allí van y lo ven como cosa propia. El otro día le decía la nietecita: mira, hoy ha venido un niño nuevo, un niño nuevo de 65 años. Porque efectivamente tenía 65 años, pero son como niños. Un niño nuevo de 65 años.
Bueno, ojalá nosotros fuéramos también como niños nuevos de 65 o de los años que tengamos, pero niños en plenitud, llenos de inteligencia, llenos de corazón, pero también llenos de alegría de existir, estrenando cada día el gozo de existir y sabiendo jugar con el universo entero, que es el juguete que Dios Padre nos pone a nosotros, niños grandes, para que seamos felices jugando en compañía, pero que eso no impida que sepamos recibirle, sepamos verle, sepamos sonreírle, sepamos escucharle, porque todavía Dios Padre mismo, Él es aún el mejor juguete, más aun.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía de 1 de Diciembre de 1987 en General Vives, Barcelona