Queridos amigos, queridos amigos italianos, en estas lecturas, la segunda y este evangelio recordamos dos momentos importantes, importantísimos de este jueves santo. El evangelio que nos acaba de leer Jaime (Aymar), dentro de poco él lo reproducirá. Hemos de recordar otro evangelio en que iba Juan y Santiago discutiendo quiénes serían los primeros cuando ellos soñaban que Cristo sería un rey como los reyes del mundo, y querían ser primeros ministros y lo que fuese. Jesús los escucha y les dice que, en el Reino de Dios, el que quiera ser el primero que sea el último. En el Reino de Dios todos podemos ser primeros, deseemos nuestra salvación, queramos llegar al Cielo, ¡qué más se puede pensar para ser primero! Pero para ser primero tenemos que ser último, es decir que por amor tenemos que servir a los otros. Y en un grupo, en una sociedad en que de verdad todos quisieran ser últimos, sería un paraíso. Porque siempre que haya uno que quiera ser primero, tiene que dominar sobre otro, y hay una cierta esclavitud, una dominación. Cuando todos son últimos, todos se sirven, eso es un paraíso. Y eso es tan importante que, Jesús, en aquel momento tan solemne, hace una tarea que es de esclavos –había un esclavo en las casas que lavaba los pies a los que venían antes de sentarse a la mesa, de reclinarse en un diván, y era el niño más pequeño, el último de la casa el que hacía eso-, y Jesús les dice: mirad lo que hago. Cuando Pedro le dice que él no lo hará más eso, pues pobre Pedro, porque no entiende de que se trata, y si Pedro no lo entiende ¿Qué es lo que dice Jesús después?, que hagan lo que él ha hecho, y si Pedro no lo entiende, entonces no lo hará a los otros si cree que eso que hace Jesús no está bien. Entonces él no lo repetirá, entonces no será miembro de Dios. Tenía que entender eso, tenía que ser de los últimos. Todos últimos. Entonces no hay ya ni primeros, ni segundos, todos igual, y es un trozo de cielo.

En la lectura anterior que os han leído y que recordaba este otro momento grande del Jueves Santo, del Pan, del Vino, y de aquella larga conversación del evangelio de san Juan: Amaos los unos a los otros como Dios Padre me ama y yo os amo. Es lo que resume todo el mensaje de Jesús; los unos a los otros. Mirad, Dios lo habían ya pensado los filósofos, pero pensaban en un Dios infinito, causa primera, causa de todo, que estaría feliz contemplándose a sí mismo y no se preocuparía de los otros. No. Dios es Padre. Y si Dios ya desde toda la eternidad tuvo un Hijo es porque estaba dispuesto a preocuparse más del Hijo, del Verbo, y a amarlo antes que a sí mismo. El Hijo, el Verbo, encontrándose existiendo gracias al Padre, y recibiendo toda la naturaleza divina, vio que nunca podría amar suficientemente al Padre para agradecerle tanto como había recibido. Cuando Dios Padre ama más al Hijo antes que a sí mismo, y el Hijo ama al Padre antes que a sí mismo, entonces fluye el Espíritu Santo. El demonio –esta figura que personifica todo el mal- en cambio no hace eso. No. Recibió también la existencia, todo, pero prefirió amarse a sí mismo más que a Dios. Eso es un infierno.

Cuando en una familia el padre olvida su egoísmo y en vez de vivir para sí mismo quiere engendrar un hijo, está dispuesto a amar al hijo antes que a sí mismo, a sacrificarse. Y el hijo también puede ver que, por mucho que ame al padre, nunca le agradecerá bastante, suficiente por haber recibido la existencia, el ser una persona humana, nunca. Pero si el hijo prefiere amarse más a sí mismo que a los padres, eso es lo que hace el diablo. Esta familia es un infierno. ¡Cuántas familias, los padres –supongamos- que aman y se sacrifican toda la vida, darían la vida, perdonan setenta veces siete, siempre están esperando al hijo! Pero hay hijos que dicen que le han puesto en el mundo, pues ahora asunto suyo, que le sostengan, tienen obligación, y les dice que le respeten su libertad; y basta. Y hace lo que le da la gana, más preocupado de él que de los otros: un infierno.

En cambio, cuando en una familia, en un grupo cada uno ama –«amaos los unos a los otros como Dios me ama a mí», no tiene ningún límite eso– más al otro que a sí mismo, antes al otro que, a uno mismo, entonces el Espíritu Santo está en medio, y esta familia, este grupo, esta sociedad es un Reino de Dios.

Hoy Jueves Santo tenemos que pedir al Espíritu Santo que nos dé esta luz, que entre en nuestro corazón para poder hacer lo que Jesús deseaba, y tanto lo deseaba, que va a partir su cuerpo, como sacerdote, reparte la Hostia.

Él dio la vida por eso, para que nos amemos, a los otros más que a uno mismo. Así el Espíritu Santo, el amor de Dios, la presencia de Dios Padre será un hecho y tendremos ya el cielo aquí y también el cielo eterno.

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía de 23 de Marzo de 1989 Jueves Santo en la Murtra, Badalona

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