La artesanía implica una añadidura, o más bien, una médula de arte, en la fatiga y en el esfuerzo del trabajo. Por tanto, una emoción creadora, una unción religiosa y una sorpresa ante la obra bien hecha, meticulosamente acabada.

Cuando en una obra se da la conjunción de un sumo valor intrínseco de la misma –por su materialidad y finalidad– junto a la experta y amorosa mano del artífice, estamos en presencia de una obra maestra.
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Maestros, llamaban a los artesanos jefes; y esta maestría se ejecutaba de ordinario en el seno de la propia familia. Con los aprendices que se sumaban a ella. La propia casa era taller.

El banco de trabajo se usaría a veces para servir la comida si venían invitados numerosos. En diversos lugares, debajo de las camas, se amontonaría el material de trabajo: tablas, pieles, herramientas, etc.
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Disminuyen los artesanos. La vida se complica y se hace difícil dedicar horas pausadas a cincelar obras perfectas. Se tiende a hacerlo todo en serie; industrializarse.
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La obra cumbre, artesana, que puede hacer un hombre, es sin duda, un hijo.

Pero también va faltando el tiempo para tanta dedicación.

Si bien los esposos engendran, todavía, sus hijos artesanamente, ya hubo experimentos –granjas humanas–, en que escogiendo tipos puros de la raza, industrializaban para el Estado la producción de hijos. Son ya numerosísimos –en los Estados Unidos y otros países– los hijos producto de la técnica conservadora y seleccionadora de semilla humana a disposición de las compradoras. Algo así como un supermercado especializado y bien surtido.

Y aún más. Se están iniciando experiencias para una producción en serie: de unas criaturas cuyo desarrollo embrionario se realice totalmente en el laboratorio. Y la imaginación galopante de la «science and fiction», tomando pie de la síntesis de la materia viva, ya sueña en unos superhombres totalmente fabricados.

Pero no es todo esto lo que deseaba señalar. Sino algo muy real que ya es problema en el presente.

Los padres aún engendran «artesanamente» a sus hijos con unción, emoción y arte de buen amor. Pero pronto los entregan a un «terminado en cadena», antes de que los pequeños comiencen siquiera a conocer a sus padres: jardines de infancia, colegios multitudinarios en donde el maestro no puede ser colaborador del padre –el oficial del taller–, sino regidor de un ejército de liliputienses. Institutos masivos, universidades elefantiásicas que en total independencia con los padres terminan a su modo ese «hombre primo». Y el tentáculo de esa «industrialización», penetrando en la casa a través de los omnipresentes medios de comunicación social; no sólo mecanizando el desarrollo de los hijos sino introduciendo el «planning» para la «producción en bruto» del lugar de origen: un «birth control» por razones económicas, sociales, demográficas…, las mismas que propugnaría cualquier política de mercados.

Luego, la sorpresa. Juventudes formando manadas de individuos-isla, unidos tan sólo por sus sentimientos de despecho, angustia y rebeldía.

Seres nacidos y crecidos sin arte y sin amor.
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Y son los padres.

Ellos han de ir dosificando «artesanamente» toda la aportación social, el peso decantado de la historia y la cultura, el saber y la vida religiosa en el infante que les crece. Ha de estar muy formado, ¡muy amado!, antes de entregarlo a un «acabado», si bien necesario, frío y duro.
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¡San José Artesano! Se puede creer que se le llama así porque con amor acabaría mesas y ventanas y aperos de labranza… Sí, mas no sólo ni principalmente.

«Con ellos descendió y vino a Nazaret. Y les obedecía».

Jesús fue su obra maestra de artesanía. Tan grande y tan perfecta que exigió el empleo de su vida. Como aquellos artesanos medievales que tras mucho aprendizaje consumían la propia en una maravillosa custodia; y tal vez morían antes de tenerla del todo terminada.
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Aunque la sociedad moderna obligue a actuar como robot en el trabajo, no puede olvidarse que en taller del hogar se sigue siendo artesano. Minuciosos y con ternura; humanos y con el soplo divino de la inspiración y de la buena gracia. Artesanos de estas joyas únicas e irrepetibles que son los hijos.

San José Artesano, padre ejemplar, ruega por nosotros.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Revista Apostolado sacerdotal 231-232, de 1996.

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