Un gran hombre tenía un hijo. No había escatimado ningún esfuerzo para que se pareciese a él. Este gran hombre, anhelaba tener nietos y deseaba que su hijo se casara con una mujer que conocían, de gran belleza, muy inteligente, sana, con exquisita educación y hasta muy elegante.

¡Qué nietos tan maravillosos podrían tener de este posible matrimonio!

Pero su hijo se dejó enamorar por una «mujer de la vida» y determinó casarse con ella.

El padre se horrorizó, pero naturalmente, respetó la libertad de su hijo.

¡Ay, seguro que aquella mujer tendría enfermedades! Era grosera, nada instruida…

Y fue así: los nietos daban pena.

Pero el abuelo dijo: «A pesar de todo, ¡son mis nietos! Y yo no puedo no amarles. Y los amaré con todo mi corazón. ¿Qué puedo hacer, pues, por su bien?»

Este gran hombre era poderoso en recursos. Envió a sus nietos a las mejores clínicas y aún subvencionó a investigadores para que, por fin, encontraran el remedio a esas enfermedades congénitas.

Después los puso a cargo de reconocidas instituciones para que los educasen de la mejor manera posible.

Incluso hizo que a alguna de las nietas se le practicara la cirugía estética. No ahorró nada para que todos fueran a las mejores universidades. El mismo, que también era muy sabio, se puso a darles clases particulares.

En fin, con los años llegó a tener unos nietos espléndidos. Fueron tantas sus atenciones y sacrificios en pro de ellos, que consiguió que en algunos aspectos fuesen aún mejores que aquellos que él deseaba que nacieran de aquella magnífica mujer que quedó soltera.

Pero estos nietos, los que habían nacido de la aberrante voluntad del padre, ¡cuán agradecidos estaban a la bondad del abuelo! Porque aunque sabían que ellos no eran los que en un principio él había deseado, se había volcado sin medida, para hacerlos también lo más parecidos posible a él. ¡Ciertamente que éste abuelo tan bueno, merecía toda su alabanza y gratitud!

Además, el abuelo había perdonado a su hijo de todos sus errores cuando éste se lo pidió y le había acogido de nuevo a él. Como también a su esposa, en su palacio, con gran alegría y fiesta.

He titulado esta historia «Narración Real», porque lo es.

Dios deseaba que Adán, los hombres, no se hubieran enmanillado, maniatado con el pecado haciéndose enemigos de Él. Deseaba que se hubieran amado como Él les amaba. Siendo así, toda la historia de la humanidad habría sido diferente. No tan sólo la historia, sino que al ser esta distinta, hubieran nacido otros –fruto de uniones armoniosas– que eran los que Dios deseaba.

Dios tiene conocimiento de todos los seres posibles. Pero los que Él soñaba que llegasen a ser reales, por culpa del pecado –y de los continuos pecados– se frustraban. Y Dios respetó la libertad que Él mismo había dado al hombre. Y nacieron otros descendientes: nosotros mismos. Pero, aunque no éramos los deseados, nos aceptó como a seres reales que somos. Y derramó, por los méritos de Cristo, su Espíritu desde el principio de la Humanidad iluminando las conciencias. Después también nos envió profetas para instruirnos. Se encarnó el Verbo para darnos la salvación a todas las generaciones pasadas, presentes y futuras. Nos envió el Espíritu con la plenitud de sus dones. Y nos llamó a la santidad. Donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia. Nos abre las puertas de su cielo.

¡Pero tenemos que ser humildes! Tenemos que reconocer con sencillez que no somos aquellos que Él deseaba. Pero nos lo ha dado todo, aún con más sobreabundancia, para que podamos llegar a ser condignos de sus deseos.

Así pues, ¡cuánta alabanza y gratitud redoblada merece de nosotros!

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Catalunya Cristiana, diciembre de1992.
Revista RE, Época 4, Nº 39, Julio de 1996.

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