Cuando se celebra una boda, todo es fiesta. Es bueno y hermoso que sea así. Pero nunca la exaltación debe hacer perder el sentido de la realidad. Una cosa es la alegría del encuentro, del ágape, de los justos motivos que haya para una celebración, y otra muy distinta, el «evadirse» de lo real por las vías de un furibundo entusiasmo, el alcohol, la droga o simplemente el olvido.

Digo todo esto porque, en la solemnidad gozosa de las nupcias, los contrayentes tienen claro que optan por el «estado de casados», abandonando el de solteros. Lo hacen con plena lucidez, libertad y es de suponer que con verdadero amor.

Pero olvidan, en general que en ese momento de compromiso y entrega mutua están optando, a la vez libremente también, por otro estado imparable: el de viudos. O él, o ella. Escasos son los matrimonios que mueren simultáneamente: un accidente de carretera… o una explosión de gas mientras duermen…

Lo «normal», es que, precisamente por casarse, uno u otro, después de ese estado matrimonial pase al estado de viudez…

Quienes no quisieran correr el albur de ser viudos, que no se casen, pues hacerlo es tener, ya desde el primer momento, la mitad de las posibilidades de llegar a ese otro estado.

Quizá no sea oportuno recordar esta correlativa opción a la viudez mientras se desarrolla con flores y cánticos nupciales la ceremonia, ya sea civil o religiosa. Pero sí que los novios, antes de dar ese paso, lo han «de tener claro» y han de abrazar esa segunda dimensión de su decisión con la misma lucidez y libertad; con humilde aceptación y redoblado amor.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Diario de Ávila, marzo de 1990.
Poble Andorra, marzo de 1990.
Adelantado de Segovia, abril de 1990.
Listín Diario de Sto. Domingo, agosto de 1993.

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