Hemos tenido, en el «Castell de Les Gunyoles», una convivencia para preparar unas Jornadas Interdisciplinarias que sobre el tema «Abramos camino a los jóvenes», se celebrarán en Barcelona el próximo diciembre. Estaban presentes varios Catedráticos de diversas Universidades; por eso una tarde, surgió espontáneamente el tema de que hoy todos sienten –sentimos– una cierta crisis de identidad de lo universitario.

La Universidad ha dejado de ser universal en ciertas significaciones. Se han hecho muy locales, hasta localistas. Ni siquiera los alumnos pueden ir con plena libertad de unas a otras como en el Medioevo, cuando no había fronteras como las de ahora para caminar, ni barreras lingüísticas ni «números clausus». También los profesores podían ser más nómadas, basados en su prestigio personal y no tanto en unas oposiciones que los ligaran a un lugar.

Se ha hecho una Institución menos universal también, al verse obligada, por la extensión de los conocimientos acumulados en los últimos siglos, a atomizarse en multitud de carreras y de especialidades, perdiendo así los alumnos una visión de conjunto, interdisciplinar y global del saber humano; dejando éste, además, de estar impregnado por las dimensiones humanistas. Una enorme marejada de técnicas nuevas han inundado las antes serenas playas contemplativas de la belleza, de la ética y de centrarse en el propio ser humano –sujeto y objeto a la vez– así como, de sentir la preocupación metafísica que late inmarcesible en nuestro ser contingente.

Hay también una desorientación, no sólo sobre el concepto de Universidad sino de su «para qué», de su «cómo»; es decir, de su sentido y de su estilo. ¿Cuales habrán de ser estos, de cara al futuro? ¿qué pide, qué espera la sociedad de esa tradicional y gloriosa Alma Mater?.

Ha pasado una época en que la Universidad se vio obligada a seguir siendo cantera de investigación, pero a la vez fabricadora de títulos al por mayor, que la gente necesitaba de un modo pragmático para, terminados sus estudios, «colocarse» en algún puesto de trabajo profesional y así ganarse lo mejor posible la vida en una civilización de consumo.

Pero este papel de la Universidad, de panacea mágica, acabóse. Sus alumnos saben hoy muy bien, que un título universitario por sí mismo, es débil instrumento –cada vez más endeble– para luchar en la vida. Contribuye a esta frustración el que sean tantos y tantos los universitarios «fabricados» y de modo tan recortado, además, en su horizonte de saberes, aunque linealmente dentro de una especialidad, tengan muchos; pero bien se sabe que en el mar, aunque se avance, el horizonte siempre está más lejos y es más amplio.

Para colmo, todos conocíamos los eternos problemas económicos que los ingentes presupuestos universitarios tienen que ir sorteando. Ni los bolsillos de los estudiantes –en general de sus padres– ni las arcas sociales del Estado pueden ser muníferas como la vital Universidad requeriría.

Un halo de cierto pesimismo envolvía a los contertulios en ese atardecer con pámpanos de octubre en los campos que nos rodeaban.
Además la Universidad, que es la unión de profesores y alumnos, libre de cualquier otro poder, está desde hace siglos sometida al Estado, a un Ministerio de Educación, a unas leyes intrínsecas a sí misma y a sus propios estatutos. Así como se ha hecho la separación Iglesia Estado, sería necesario con urgencia hacer también la de la Universidad y el Estado.

A pesar de todo, los universitarios reunidos, que tanto amábamos esa institución Madre y Maestra, tratábamos de reavivar en nuestro corazón los rescoldos ardientes de nuestro aprecio por ella, como los que en esos momentos había en la gran chimenea que solemnemente nos presidía y que una mano hábil trataba de encender entre las cenizas.

Alguien, una mujer, entró en el amplio salón y encendió todas las luces: las bellas lámparas de pie de los rincones, las lámparas encima de las mesas, las arañas pendientes del techo. Todo quedó iluminado con una agradable, íntima, bella claridad acariciadora.

Parecía como si, de pronto, hubiera estallado alegremente la esperanza, llenando todo el aire del recinto, y que un futuro se abriera, nuevo y lleno de empuje, para esa Universidad soñada, plaza soleada de alumnos y profesores de conjunto deambular, de diálogo sin gritos; de amistad entre buscadores de verdades y de bienes para el género humano.

¿Qué mujer, qué hada, qué idea, qué decisión será la que obre este prodigio de irrumpir la luz en las sombras universitarias, de este nuevo período de irrumpir luz en las sombras universitarias, de este nuevo periodo que nos adviene según los entendidos?

¿Quizá el añadir una nueva Facultad sobre la «Civilización del Ocio», este nuevo período que se nos adviene según los entendidos? ¿Y otra sobre la «Civilización del amor» con la que nos acucian Pablo VI y Juan Pablo II?

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
El diario Proa, febrero de 1985.

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