Este Evangelio es muy hermoso vivirlo en los mismos sitios donde se produjeron. En el camino que va desde Nazaret y va serpenteando las montañas –no está demasiado cerca– hasta el pueblo en que está hoy la gran basílica de Isabel y Zacarías. Y recorrer aquellos caminos que nos cuenta el Evangelio recorrió la Virgen para ir a saludar, a atender a su parienta, que también estaba esperando en un estado más avanzado que ella. Y a darle también esa buena nueva de que estaba esperando lo prometido por Dios al pueblo de Israel, el Mesías. Es emocionante ver aquellos paisajes, que prácticamente están como estaban, los mismos que verían los ojos cansados de María, que caminaría presurosa todo lo posible para llegar cuanto antes, no deteniéndose en el camino, no perdiendo el tiempo, yendo directa a su objetivo. Aquel abrazo de Isabel, que representa todo el Viejo Testamento, y llega al borde con el precursor que lleva en sus entrañas, este eslabón que enlaza con Cristo, María, que ya era entonces toda la Iglesia, que hace aquel canto del Magníficat –a los humildes los exalta el Señor– llevando en su seno María a Cristo Jesús.
Esta escena que, como digo, caminándola se revive, en el fondo ocurre siempre, está ocurriendo siempre. Siempre hay una comunidad, siempre hay un grupo de personas, de naciones que tienen dentro, gestando el día de mañana, un hombre nuevo para las nuevas generaciones. Y están angustiadas porque la situación en el mundo a veces es tan difícil, tan angustiante realmente. Y siempre hay la Iglesia, buena mensajera, comunidades que saben lo que es el amor de Dios, que lo palpan, que lo sienten y que se mueven a amar, no como aman los paganos –que aman a la familia y a los amigos–, no. La esencia del cristiano es amar al enemigo, y querer llevarle toda buena nueva para rescatarlo también de su no amistad para hacerlo amigo.
Siempre hay también comunidades que llevan en su seno esta buena noticia, este Evangelio –que eso es lo que quiere decir la palabra «evangelio», buena noticia, que es Cristo mismo–. Podíamos aplicar esto también a esas circunstancias aquí, en la Punta de la Mona, en este lugar maravilloso entre Almuñécar y La Herradura. Aquí hay personas que han ido cobijando, han ido atendiendo, han ido cuidando con solicitud, con amor, con perseverancia, con sacrificio –un sacrificio fruto del amor– a don Francisco. ¡Cuántas veces en esta última y larga enfermedad de don Francisco veníamos aquí nosotros los curas, los presbíteros, los que, por oficio, deber y gloria llevamos a Cristo en nuestras manos, llevamos a Cristo en nuestra palabra! ¡Y qué alegría había siempre aquí cuando nosotros, viniendo de lejos, cruzando montañas, llegábamos! ¡Cómo se alegraban las personas aquí, como Isabel! ¡Y cómo se alegraba don Francisco!, como Juan Bautista en el seno que le cobijaba. ¡Y qué alegría sentíamos nosotros también por ser portadores de Cristo, humildes portadores de Cristo, defectuosos portadores de Él, no como María Inmaculada! Nosotros llenos de limitaciones, de faltas, pero, al fin y al cabo, portadores de Cristo. ¡Qué alegría cuando nos veíamos y nos abrazábamos unos a otros!
Hoy también, en estas vísperas de Navidad, nacimiento del Señor, signo de que estamos rescatados, porque Dios ama a los enemigos, a los pecadores, y da la vida por ellos. Es hermoso amar a los amigos y dar la vida por ellos. Mucho más difícil es amar a los enemigos y dar la vida por ellos. Y eso es lo que hace Cristo, y por eso nos rescata y llegamos a ser amigos, y podemos entonces “amistarnos” unos a otros, estar todos contentos y darnos un abrazo.
Pues eso que habíamos hecho tantas veces, también lo hacemos hoy en estas vísperas de Navidad: el nacimiento de Cristo es signo del nacimiento definitivo y eterno.
Me decía Laura: he sufrido estos últimos días; ahora estoy en paz, está en el Cielo. Es la mejor homilía que se puede dar en estos momentos. Por eso, porque estamos seguros que en esta Navidad Paco, incluso con un par de días de anticipación –el amor siempre hace caminar deprisa–, en esta Navidad está en el Cielo. Ahora sí que patalea gozoso como Juan Bautista en el vientre de su madre, ahora sí que está dando saltos de alegría desde el Cielo, porque nos ve a todos reunidos aquí, en paz, porque le sabemos a él ya llegado a su destino para que sea buen intercesor y buen embajador nuestro. Buen intercesor para guiarnos también en pos de él a estar con Dios. Él da saltos de alegría ahora, y nosotros tenemos una jugosa, tranquila, pacífica, misteriosamente alegre paz.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía de Diciembre de 1985 en Punta de la Mona.