Este evangelio de hoy es un breve pero maravilloso – podríamos decir – tratado de la oración. Estos leprosos, apartados un poco de las demás gentes, allí, al margen del camino, juntos, ven venir a Jesús, al maestro, a aquel hombre que dicen que es un gran profeta, que quizás es el Mesías. Y ellos tienen fe en él. Por supuesto ellos tienen fe en Yahvé, en Dios todopoderoso, creador de cielos y tierra y que, si quiere, puede hacer milagros, puede cambiar el curso normal de las fuerzas de este mundo, podría curarles.

 

Pero tienen fe también en este mediador, en este profeta extraordinario que posee todos los dones de Dios en sus manos. Y entonces ellos gritan: “¡Maestro, ten compasión de nosotros!” Tienen esperanza en esta oración tan breve que ellos pronuncian, esperanza de que este maestro pueda ser misericordioso con ellos, que su corazón pueda conmoverse, que puede poner en marcha esos dones que tiene de Dios.

 

¡Qué oración tan sencilla y tan humilde! Y luego oyen a Cristo que les dice: “Id y presentaos a los sacerdotes”. No les da ninguna otra prueba, no les dice nada más. Ellos no ven que les haya curado. Sin embargo, siguen teniendo fe. Tienen fe en la palabra de Cristo. ¡Qué maravilla su oración tan confiada, tan esperanzada!

 

Y entonces ellos emprenden el camino hacia los sacerdotes para presentarse a ellos, para que puedan certificar que están curados. Pero ellos siguen llevando las llagas en sus manos, en sus costados, en su cuerpo todo. Pero allí, a mitad del camino, se opera el milagro, quedan de verdad curados, lo comprueban. Quedaran atónitos.

 

Uno, uno de ellos, regresa a Jesús. Y entonces, con grandes voces, alaba a Dios y se postra ante Cristo para darle gracias. Cristo se sorprende: “No eran diez? Sólo éste ha regresado. ¿Sólo éste? Y los otros, ¿Dónde están?” Y es que la oración – les decía hace un momento, os decía a todos: este evangelio es un tratado de la oración – no sólo es para pedir, por mucha confianza que haya en ello. Hay una oración de amor mucho más desinteresada que es la oración que alaba a aquel que nos ha dado un don, la oración que sabe agradecer.

 

Éste, vuelve precisamente para practicar este otro tipo más delicado, más profundo, más selecto de oración. Parece en los demás que eran hombres de la ley, que al pedir la curación exigían algo que les pertenecía, algo que era propio del cuerpo humano, estar sano; y que cuando Cristo se lo concede, pues está bien, les ha dado lo que era suyo y no tienen por qué volver a agradecérselo. Sí, es cierto. El cuerpo aspira a estar sano, tiene esta enorme ansia y la salud le cae bien al cuerpo. Pero el cuerpo no es Dios. Los hombres no somos Dios, somos criaturas limitadas, abocadas a nuestro límite, a la muerte, al desgaste, como las piedras de los ríos. Esa salud sobreañadida es un don. Entonces hemos de estar agradecidos a cosas que parece que tenemos derecho a ellas, sí; pero no por ello dejan de ser un don.

 

Saber volver para alabar, para agradecer, saber practicar este otro tipo de oración, ¡Cuán poca gente saben hacerlo! Mucho es que tengamos fe. Ya nos parece una gran aventura. Mucho es que nos atrevamos humildemente a pedir aquello que, en el fondo, creemos que tenemos derecho a exigir. Ya con esto creemos que lo hemos hecho todo. Pero cuando este hombre samaritano vuelve para agradecer, para alabar, entonces, al reconocer él este don de Cristo, Cristo ve que este hombre le ama y entonces le va a dar más. Le dice: “Levántate y vete. Tu fe te ha salvado”. No sólo le cura la lepra del cuerpo, le hace mucho más. Le cura toda lepra del alma, de esa limitación de su libertad que le ha hecho claudicar tantas veces, tantas veces pecar. También le perdona. Le perdona y le salva.

 

Podríamos decir que la salvación no solamente depende de una fe, de una fe confiada, de una petición muy interesada en el fondo, sino que la salvación viene de una fe con obras, con el esfuerzo de retornar para agradecer y para elevar nuestra alabanza a Dios.

 

¿Recordáis? San Juan dice: “Decís que amáis a Dios que no veis y no amáis al prójimo que sí veis? ¡Hipócritas!” En otro punto del evangelio se nos dirá también: “Venid, benditos de mi Padre, porque me disteis un vaso de agua… yo tenía sed… ¿Yo a ti, cuando? – Cuando diste aquel vaso de agua a aquel pequeñuelo, a mí me lo dabas…” Podríamos decir lo mismo de la oración: “Ven, bendito de mi Padre, tú rezaste, tú estuviste rezando a mí”. Podemos decir: “Yo? Y ¿Cuándo?”.

 

¿Qué es la oración? Elevar nuestro corazón para dialogar con Dios. Pero si yo elevo mi corazón para dialogar con el prójimo, con amor, con amor de Dios, estoy también rezando de alguna manera. Si doy un vaso de agua, si doy una oración al prójimo, si yo elevara mi corazón para hablar con los demás confiadamente, teniendo fe en ellos, teniendo esperanza, teniendo la humildad de pedir, – que todos nos podemos prestar unas cosas a otros – ¿Tengo la humildad de pedir? No exigiendo, no creyendo que defiendo yo mis derechos, que no tienen más remedio que no escamoteármelos y proporcionarme todo aquello mismo que yo quiero pedir. Sí, muchas cosas son derechos, pero en el fondo también son un don, porque si me lo dan con amor, el amor no sabe de derechos. Todo lo transforma, lo eleva y lo sublima. Además, es un don de amor. ¿Sé yo apreciar esto? ¿Entonces, sé alabar a aquellas personas que me dan algo para vivir más feliz; un consejo, afecto, compañía, dones materiales? ¿Sé yo volver para alabar, para agradecer?

 

Solamente así, nuestra fe en el prójimo será una fe fecunda, una fe hermosa, una fe que desembocará en la caridad. Una fe en el prójimo que nos salva a todos.

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía de 24 de Agosto de 1969 en TVE

 

 

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