Aquellas aguas que servían para purificarse en el Viejo Testamento, [Jn 5,1-3.5-16] quedan transformadas en el banquete en vino generoso de este nuevo sacrificio, de esta nueva manera de perdonarnos que tiene Dios, que es ofreciéndose Él en sacrificio. Es un paso del Viejo al Nuevo Testamento. De aquellas virtudes que no podían alcanzar todavía el Reino de los Cielos, y en cambio, el signo del vino ya es el reino de la caridad conseguido por Cristo en la cruz, y reino de la Iglesia de Dios, el Reino de Dios en este mundo, que es reino de amor.

En este segundo milagro, Dios cura a aquel niño moribundo. Naturalmente, el que se relacione a los dos también tiene una significación trascendente. El pueblo de Israel, el pueblo pagano del mundo está muriéndose, incluso en sus hijos jóvenes que podían ser mayor esperanza de futuro. Están agonizando. La humanidad, fruto del pecado, está tan enferma que agoniza. Y, sin embargo, Cristo con su sola voz, con su sola presencia, desde lejos, lo pone sano y salvo. Ese resto de Israel encabezado por María, José, Juan Bautista, los apóstoles, ese resto de Israel, que estaría mortecino sin la presencia de Jesús, resucita y realiza por fin aquella misión que tenía de llevar a Dios por todos los lugares del mundo; un reino de amor, de caridad, de humildad, de generosidad…, y que realmente por eso establece un cielo en la tierra; lo resucita desde su estado mortecino. Pues esto es lo que deseamos que Dios Cristo haga con nosotros, que nos dé a beber este vino de la Eucaristía que nos alimente con una vida nueva, ya no mortecina sino vivísima para seguir aquí caminando en ese mundo con Cristo, y así alcanzar el dintel que, al traspasarlo, nos introduzca en el reino eterno.

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía de 1991

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