Pep insiste en que yo haga una homilía en este día tan importante. Me agrada hacerlo en esta intimidad nuestra de este momento.

 

Podríamos decir lo que dice en el Evangelio, que comienza con el nacimiento de Jesús, y que acaba precisamente con estas referencias de apariciones de Cristo resucitado. Pero dentro de este evangelio yo diría que hay dos partes. Una parte que es que matan a Jesús. La segunda parte es que resucita, sube al cielo.

 

En la primera parte, Jesús está encarnado y está viviendo absolutamente como un judío, allí estaba. Tenía que hablar con el idioma, con las palabras, con las referencias continuas a la Sagrada Escritura, para que lo entendiesen, porque si no, no lo entenderían, con un ambiente social que tenía que vivir. Era un hombre, y como hombre, las mujeres eran un cero a la izquierda, nunca podían ser testimonio, nunca se fiaban del testimonio de una mujer, y la mujer era pura propiedad del hombre. Pasaban del padre al hermano mayor si moría el padre, del hermano mayor al marido –¡desgraciada si estaba soltera toda la vida! – y del marido, si moría, a la mano del hijo mayor. Las mujeres eran un cero a la izquierda.

En este ambiente predicó, empleó metáforas, parábolas para que le pudiesen entender, con algunas referencias a la mujer que citaba, o bien cuando se quedó a solas con la samaritana con gran escándalo para los apóstoles: ¿Qué habla con esta mujer? Con una mujer no se hablaba nunca.

Bueno, alguna referencia, pero iremos a la segunda parte.

Yo diría que, si la primera parte era el evangelio de Jesús a los hombres, la segunda parte es el evangelio especialísimo a las mujeres. Está claro, porque inaugura un Reino nuevo. Ya está el Reino de Dios aquí en la tierra. Ya ha impactado con su muerte y su triunfo a todos, y por tanto ya puede hablar plenamente a los hombres, y plenamente a las mujeres, cosa que en la primera parte casi le hubieran matado. Eso es interesante.

 

Decía Pep hace un momento que podía escoger de los evangelios según la liturgia.

Uno era la aparición de Jesús a los de Emaús, a sus discípulos, o bien esta referencia a Magdalena. Yo le dije que cogiese la primera. ¿Por qué? Porque si Él en la santa cena ordenó de sacerdotes, de apóstoles, a los apóstoles, desde Pedro, que tantas torpezas hizo, y que le negó, lloró, se arrepintió…, Judas ¡imaginaos!, y después Juan al que Jesús tanto quería… ¡bueno, no! Jesús ama igual a todos; ahora bien, el amor no es cosa de uno, es cosa de dos, es la correspondencia, y no hay duda que Juan, entre los apóstoles, era el que más admiraba, más amaba a Jesús. Por eso tenía unas confidencias en que se le ponía sobre el corazón y le preguntaba quién era el que le iba a traicionar, y Él le respondía que el que mojaba con él era el que le iba a traicionar. Bueno, sí, perfecto. De todos aquéllos, Juan lo amaba más que los otros. Bueno, pues aquí algo parecido, también a Magdalena…, lo mismo que su madre es protagonista en la primera parte cuando va con sus parientes a buscarle y Él dice: ¿Quién es mi madre, ¿Quiénes son mis parientes?, aquéllos que hacen la voluntad de Dios. Y eso parece que deja a su madre un poco así.

En cambio, en la segunda parte es protagonista su madre al pie de la cruz y presidiendo Pentecostés, ¡imaginad! Dentro de todas aquellas mujeres que le amaban y le seguían, le ayudaban en sus limosnas, que van corriendo por la mañana para acabar de ungirle, pues está la Magdalena, que correspondía con una mayor profundidad, quizá porque le había perdonado muchos más pecados, etc. ¡Una gran correspondencia! Y se le aparece. Entonces ella, naturalmente, que creía que era el jardinero, pero cuando le dice «María», está claro que ese tono de la voz, aquel tono de llamarla como tantas otras veces, «María», lo reconoce: «Maestro.» Ella se tira a tierra, lo abraza fuerte y le diría: te has ido muerto, pero que ahora que has resucitado, te agarro y ya no te suelto, y te quedas clavado entre nosotros. Él, después de hablar, le diría: escucha, por favor, déjame ya, porque yo tengo que subir a mi Padre. Porque la humanidad encarnada del Verbo, Jesús, la humanidad de Jesús muerta y resucitada, nunca había estado en el Cielo todavía: tengo que subir.

De la misma manera que en esta mañana se apareció a la Virgen María, antes de bajar y saludar a san José, y a todos, y así como vio en el mismo camino a las otras mujeres que también corren allá, pero dirá a Magdalena que le deje subir un poco a su Padre, y que ya volverá, ya se verán.

Muy bien, este evangelio, en su segunda parte, es de las mujeres. Y si en la primera parte, como he dicho, ordenó de sacerdotes, todos son sacerdotes a tope, hombres y mujeres, lo mismo. Son profetas, reyes y sacerdotes. Pero este sacerdocio ministerial, que, en último término, como dicen, es un primer grado –primero obispos, segundo presbíteros, tercero diáconos–, pues yo diría que eso dentro de un primer sacerdocio bautismal común a todos, fuente de todos los sacramentos. Después, viene otra ordenación ministerial que quiere decir «de servicio», que quiere decir «de ser últimos», que es lo que hace Jesús al lavar los pies: «os doy ejemplo.» Es un ministerio de ultimidad, de servicio, de abnegación, de vivir sólo para los demás, incluso para los enemigos, y hasta la muerte si es necesario, el sacrificio.

Ahora, con esta venida de las mujeres a las que se aparece, a todas, les dice: id y anunciad a los apóstoles que están allá llenos de miedo, encerrados en el cenáculo. Y las hace “apóstolas” de los apóstoles, de la noticia más grande que hubiera podido decir antes, todavía más: resucitado. «Id.» Las mujeres, en esta segunda parte del evangelio, apóstolas de los apóstoles. Yo diría que en este evangelio las mujeres quedan también subrayadas en su grandiosidad de sacerdocio real que ellas tienen como reinas y como maestras. Pero también quedan ordenadas en aquel segundo apartado de sacerdocio ministerial, porque es de servicio, es de, ¿Cómo se dice?, abnegación, de ultimidad, y por lo tanto de estar siempre al servicio de los demás, de los enemigos, e incluso dar la vida como tantas mujeres han hecho a lo largo de la historia, y recordamos, por ejemplo, a santa Eulalia.

 

Bien. Ahora lo que pasa es que el hombre y la mujer son ambos, imágenes de Dios, ambos son hijos de Dios, ambos tienen la misma dignidad, todos los seres humanos, y esta diferencia, de hecho, no es que los hombres sean perros y las mujeres gatos, no. Todos somos perros y perras. Pero hay una diferencia que yo diría que no es meramente accidental, pero que tampoco es substancial, porque si no, serían dos especies diferentes. Todos son casi ministros, aunque no lo sean en substancia. Por tanto, antes de hablar de cómo es el ministerio sacerdotal de las mujeres, ¡bueno!, lo tenemos que descubrir. Primero, porque las pobres mujeres han sido tan esclavizadas, han sido tan manipuladas, tan marginadas, tan menospreciadas, que tenemos un concepto de las mujeres, que ahora comienza a darse cuenta la sociedad de cómo ha estado y cómo las tienen ahora tan así, con esas operaciones tan absurdas. Es como un espejo tan sucio que lo primero que hay que hacer con él es limpiarlo y limpiarlo y que brille como es. Y ahora se está haciendo, y no es poca cosa, la reunión de Beijing, precisamente en China donde las mujeres son un cero.

Las mismas mujeres que quieren ser iguales, quieren ser tan iguales que quieren ser iguales que los hombres. Las mujeres son prototipo del ser humano. Estoy leyendo un artículo ahora de hace tiempo, que estoy puliendo, y es un artículo científico estupendo que dice: los hombres todos íbamos para niñas, y es verdad, de manera que las mujeres son prototipo, es más inteligente, el cerebro bien hecho, organismo perfectamente correcto…, nosotros somos una distorsión de todo, y así nos va. Bueno, pues hay que dejar a la mujer como es sin todo ese mal de la historia, de miles de años de machismo que ha deshecho al ser humano. Bueno y ahora ¿Qué es? Entonces sabremos cuál es el ministerio de servicio que una mujer puede hacer diferente del servicio que puede hacer el hombre. Entonces, cuando eso esté claro, primero, la gran dignidad de la mujer, y sabiendo cuál es su servicio, entonces hablaremos del sacramento ministerial fundamental, el bautismal.

Pues ya sabemos algunas cosas si sabemos leer esta segunda parte del Evangelio: apóstolas de los apóstoles. Nada más. Además de todas las cosas que hemos encontrado en el Camino de la Alegría, que encontramos en la revelación del Espíritu Santo a través de los Hechos de los Apóstoles, a través de saber mirar las actuaciones que la mujer de hecho en la Historia de la Iglesia… ya encontraremos el hilo: ¿Cómo tiene que ser el sacramento ministerial de las mujeres? Cuando eso esté bien dibujado y bien pensado –pasarán 20 años, 50 o 100, es igual–, entonces las mujeres tendrán acceso también a aquel segundo nivel de sacerdocio ministerial, diferente del de los hombres, el propio de ellas; ya vendrá.

 

Pero hoy, con la alegría de Cristo Resucitado que inaugura el Reino de Dios aquí, en medio de la tierra, que eso nos hace cambiar mucho a todos los cristianos, quería tener este recuerdo de futuro, de esperanza, de vaticinio –podríamos decir– sobre el gran papel de la mujer en la Iglesia, que también tienen que descubrir, en cuanto al servicio del orden ministerial especial para ellas.

Y naturalmente recordar este hecho maravilloso de la Resurrección de Cristo que, como digo, todos sus discípulos, todos los que estén bautizados, ya estamos muy resucitados en Cristo, estamos más allá, más que en medio de la tierra; Cristo resucitó y se fue al Cielo.

San Juan, el más amado, pasó el martirio bien pronto allá en la catedral de Letrán, lo mataron, igual que Jesús. Lo que pasa es que Jesús no se lo llevó y lo dejó en la tierra. Y se murió de viejo, quizá para que fuese el notario, el testimonio más largo, y notario incluso escribiendo el Apocalipsis.

Pero los demás apóstoles, que habían muerto y resucitado con Cristo, pero que todavía no habían pasado el martirio. De manera que de hecho y realmente estaban ya en el Reino de Dios, pero todavía estaban en la Tierra. Entonces tuvieron que descubrir, tenían que comportarse y eso en los Hechos de los Apóstoles, por ejemplo, Pedro, que marchó a casa de aquéllos y aprendió a comer los alimentos sin miedo; fue aprendiendo a no obligar a la gente a hacerse la circuncisión como hacían los judíos. Es decir, fueron aprendiendo cómo es la vida de ellos en el Reino de Dios, y entonces, cómo se tienen que comportar con aquel comportamiento todavía en la tierra porque todavía no los han matado, ¡que ya los matarán a todos!, porque este comportamiento de hijos de Dios, de la dignidad de hijos de Dios, de gozar de las libertades que les da nuestro Señor, que nunca ninguno ha podido testificar porque la caridad es la ley suprema que no permitiría que nuestra libertad quedase un poco disminuida, porque sería destruir la belleza, sería destruir nuestro rostro de Dios Padre. Eso, mientras no los maten, mientras estén en la Tierra, ¿cómo se hace eso? Bueno, tienen que aprender. Y el Espíritu Santo les enseña a hacerlo después de Pentecostés. Sabéis vosotros que, en un plano cualquiera, si tenemos que ir desde el punto que estamos al punto que tendríamos que estar o en el que ya estamos de verdad, hay una línea recta que es la más corta, la que hemos de caminar, e infinitas líneas; y la gente va por todas partes y no llega. Bueno, todavía bien intencionados cogen el camino recto. El Espíritu Santo lo que hace es que hace llegar de este punto al otro punto porque podremos aprender en un momento lo que tenemos que hacer, cómo tenemos que ser en el Reino de Dios, y aplicar eso, mantener esa postura en el reino del hombre en el que todavía estamos. Pues el Espíritu Santo hace como se haría con una cuartilla de papel y junta enseguida este punto con éste, y llegamos a unir los dos puntos sin necesidad de caminar nada, ¡en un momento nos podemos enterar! Pero la gente olvida una cosa, que es lo que decía antes: Dios nos ha dado la libertad. Y los teólogos dicen que Dios, Cristo, que dio todos los medios para que nos podamos salvar, ninguno se salvará si no quiere, porque Dios nos hizo libres y la respeta siempre, siempre. Pero si no quieren… Es como aquel padre que dice: nene ve al cine, a una película maravillosa, toma mil pesetas. Y no va. A ese niño no le falta nada para ir al cine.

El otro día a Rubén le hice un obsequio y le di mil pesetas y le dije: ve a ver esta película. Ha ido al cine a ver esta película, ha querido. Esta obra que hacen en el Poliorama sobre Freud… [A continuación, Alfredo –apenas se le entiende en la grabación– habla de la obra de teatro, El visitante, cuyo tema es que la Gestapo detiene a la hija de Freud. Éste, ateo, dice que, si Dios existiese de verdad, Todopoderoso, no permitiría todo eso que pasa en el mundo, que a los judíos los maten así, y que la GESTAPO se lleve a su hija. Freud dice no entender nada. Sin embargo, Dios nos hizo libres].

 

Dios nos hizo libres. Por tanto, todo lo que pasa es culpa nuestra. Dios se quedó sin poder para que fuésemos libres. Sólo le queda una cosa: llorar por todo el mal que hay; sufrir. Si Dios sufrió en la cruz de Jesús llorando por todas las personas, por nuestra libertad, es nuestra la culpa. Eso los teólogos lo tienen claro: ninguno se salva si no quiere. Pero se olvidan. Y cuando hablan del Espíritu Santo, pues parece que el Espíritu Santo es como un alud que viene de las montañas tan fuerte, que no hay casa ni nada que se pueda resistir. ¡Falso! El Espíritu Santo es como el Verbo, como el Padre, es decir, también el Espíritu Santo respeta nuestra libertad. Y aunque Él, con todos sus dones, y por la cuarta dimensión, junta los dos puntos donde estaban y donde tenían que estar, y nos tenemos que enterar cómo es aquel punto, porque ya en aquel punto, mientras no nos maten tenemos que ejercer, también respeta nuestra libertad. Si tengo un poco de odio, si tengo un poco resentimientos absurdos, si soy orgulloso, si no tengo humildad óntica, si tengo envidias, si tengo ambiciones, si no estoy contento de lo que soy, si estoy furioso de tener que morirme –en este mundo no mueren los que no existen, y si tengo que morir, ¡qué suerte!, quiere decir que existo, y además, con esta existencia mía, es que no me preocupo después de la muerte, Dios me ha dado la existencia, no es cosa mía, no es problema mío, es problema de Él, Él ha resucitado, yo muero tranquilo, abandonado, es cosa suya, tranquilos, va a resucitarme y me ha prometido que me resucitará–. Pues yo tengo que hacer ¡clic! con mi libertad. ¿En qué consiste? Pues he de ser humilde existencial, y todo lo que decimos de la Carta de la Paz, sigamos así, limpios, y abrirnos de par en par al Espíritu Santo. Hagamos así, ¡clic!, y entonces todos los dones del Espíritu Santo vendrán a nosotros y nos enseñarán cómo tenemos que estar en el mundo, con el estilo de ser ya miembros ciudadanos del Reino de Dios, con la ayuda del Espíritu Santo, también. Amén.

 

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía de 7 de Abril de 1996, Domingo de Resurrección en su casa de Trafalgar, Barcelona

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