No podemos dudar de la providencia de Dios. Sabéis bien que yo impulso a los mayores, a los que son miembros activos, plenos, de Nuestra Señora de la Alegría, que bueno es que hagan dentro de su corazón tres ofrecimientos, para llamarle de alguna manera, tres votos, uno de fe, otro de esperanza y otro de caridad; un voto de fe en la providencia de Dios: no podemos ni dudar un momento de esta providencia sobre nosotros del que ha creado el mundo, las aves, las hierbas, ¡cómo no va a cuidar de nosotros! Y hoy precisamente que estamos celebrando esta Eucaristía de despedida de esta casa, que hay que entregarla completamente vacía de cosas y de personas a Maximino el 15, que vendrá. Despedida de esta casa. Pues esto es aquello que decimos: ¡qué alegría que tengo que morir, eso que escandalizaba anoche a Maxi, qué alegría que tengo que morir, eso quiere decir que existo, los que no mueren son los que no existen! Pues bien, ¡qué alegría entregar esta casa, eso quiere decir que la hemos tenido!, y la hemos tenido largos años, y hemos vivido en ella felices y nos ha servido de tanto. Y se podría escribir un libro: la historia de la Casa de Santiago en Pisuerga, número 5, ¡cuántas cosas! Ha servido de base a cuántos acontecimientos de la Casa, cuántas reuniones, del Tacsa incluso, tantas idas y venidas tan fecundas. Es natural que en este mundo muere la posesión, el usufructo nuestro de esta casa, ¡qué suerte!, quiere decir que la hemos gozado, que la hemos tenido con alegría mucho tiempo. Y decía que no podemos dudar de la providencia, y esta casa ha sido de una fase de la providencia de Dios sobre nosotros, ¡cuándo hubiéramos podido tener una casa así en medio de Madrid tan útil y en sitio tan agradable!, que quizá tengamos que dar cuenta a Dios de que no la hayamos tenido con todo el mimo, con todo el cuido que merecía un favor tan grande del Señor; que quizá no hemos sabido utilizarla suficientemente como plataforma para muchas actividades que podríamos haber desarrollado. Bien, tampoco lo sabemos, pero Dios sí sabe lo que han sido aciertos, lo que han sido fallos, desidias, nos arrepentimos de todo lo que por nuestra parte haya sido defecto, tal como está en la presencia del Señor, Él lo sabe. Esperamos de su bondad y de su misericordia que lo perdone, que lo borre y que no sea esto óbice para que funcione de nuevo su providencia, y Él sabrá por dónde nos ha de llevar en adelante. Y le hemos de dar muchas gracias de lo que somos conscientes, de todo lo bueno que eso ha representado para nosotros, y de lo bueno que hemos hecho también aquí por nuestra parte, ¡qué hermoso! Y nos despedimos; si ayer nos contaba aquel cura japonés que recibió la noticia de la muerte de su padre, rezó una misa, una misa de alegría, y después invitó a la gente con champán, que eso en Japón debe de ser ya el máximo exponente de una fiesta, el hacerlo con champán francés. Pues realmente hemos de estar contentos, y ayer tuvimos una cena alegre y con champán y celebrando, pues sí, por una parte, mi cumpleaños, pero por otra parte también este cumpleaños último de la casa de Pisuerga, esta muerte de Pisuerga para nosotros tan como estábamos hasta ahora, con alegría, agradeciendo a Dios su providencia y confiándonos enteramente a ella, ¡cómo podemos dudar de ella, en absoluto, después de tantos beneficios que Él nos hace! Eso nos ha de estimular a poner por nuestra parte todo lo que podamos, ciertamente, en buscar dónde se encuentran esos tesoros de la providencia, que no pasen por nuestro lado y no nos demos cuenta, y Dios se quede triste, a tener cuido, un trabajo sobre ellos, porque es fruto de nuestro amor, no de ninguna obligación, que entristece entonces esta ejecutoria tan maravillosa del hombre de laborar con su inteligencia y con sus manos. Lo hacemos con alegría porque lo hacemos fruto del amor, del amor a Dios y del amor a los demás, y del aprecio de la propia dignidad. ¡Sepamos descubrir esos dones de la providencia para no perderlos por desidia o por desconocimiento culpable!
Pues bien, ¡gracias, Dios mío, por este Pisuerga que se nos fue, y el corazón alegre en este momento y firme en la esperanza, ¡de la total fe en tu providencia!
Creo que esta muerte de Pisuerga es un signo de ese paso adelante que hemos de dar en la comprensión del Misterio del Bautismo, es decir, de ser cristiano. Eso que ha dicho Juan Miguel, todo, es una maravilla todo lo que ha dicho. Yo querría añadir a lo que dice Juan Miguel una aclaración en la raíz de esto. Posiblemente ya lo habéis meditado, y porque Juan Miguel sabe que lo habéis meditado, quizás ahora no lo ha citado. Ha citado ya el árbol, ha citado explícitamente la raíz, y la raíz es –si alguien no ha tenido ocasión de hablarlo con Juan Miguel–, la raíz es que yo tengo que –y el Bautismo es eso, hacerse cristiano es eso– morir en Cristo para resucitar en Cristo. Pero yo, cuando me bautizo, entro en el Bautismo, en las aguas bautismales, y mi cuerpo no se muere, y sale del Bautismo mi mismo cuerpo. Entra en las aguas bautismales mi inteligencia, mi libertad, mi mente, mi alma, y sale del Bautismo mi alma, mi mente, mi inteligencia y mi libertad, no se han muerto. Luego ¿Qué es lo que se me muere al hacerme cristiano, ¿Qué se me muere en este morir en Cristo? Mi yo, yo, mi persona. Jesús de Nazaret es un hombre completo: cuerpo, alma, inteligencia, voluntad. No le falta nada, lo que ocurre es que su persona, esta persona, muere. Cuando dos se casan –lo decíamos ayer noche muy deprisa−, cuando dos se casan se les dice eso, que cada uno muere y resucita en el otro, de manera que ya no son dos sino uno, una sola carne, una sola personalidad; son dos cuerpos iguales, y son dos mentes y dos almas, y tendrán que dar cuentas a Dios de sus actos; pero son una sola personalidad. Si esto es entre una pareja y se les exige tanto con tanto riesgo, ¡cómo no va a exigirse eso cuando no hay riesgo en este desposorio que es Cristo y la Iglesia! Hay ese desposorio entre Cristo y yo que, siendo Jesús de Nazaret y yo, otra persona, Alfredo Rubio, sin embargo, en esta muerte y resurrección en Cristo hay una sola personalidad, estoy ocupado totalmente por la persona del Verbo. Entonces, si realmente yo digo: ya no soy yo quien vive en mí, sino Cristo quien vive en mí, en mi inteligencia, en mi libertad, en mi mente, en mi cuerpo, ¡claro que soy otro Cristo! Y por eso dice: un vaso de agua que deis a este pequeñuelo, vais a tener recompensa, no de profeta, no de justo, sino de hijos de Dios, porque es un hijo de Dios, porque Yo estoy en él, él es otro Cristo. Y entonces, si realmente yo digo: ¿Qué voy a hacer ahora? Vamos a ver, el hombre viejo, aquel yo viejo, no sé lo que haría, pero yo tengo que decir: yo, ¿Qué haría ahora Cristo? Y tengo que hacer lo que Cristo hace y hace en mí. Y si esto ocurre en mí, ocurre en Juan Miguel, ocurre en Juan Cerro, ocurre en Ketu –digo esos nombres porque los tengo en la retina–, entonces todos somos un solo corazón, una sola voluntad, porque Cristo es el que habita en nosotros, no ya la mujer vieja de Ketu y el hombre viejo de Juan, ni el hombre viejo de Alfredo o de Juan Miguel, ¡es Cristo! Entonces, ¿Quién odia a su propia carne? Nadie. Somos unos miembros vivos del Cuerpo Místico de Cristo, y entonces estamos en Cristo, con Cristo y por Cristo –y ésa es la cartuja con mayúscula que decía Juan Miguel– alrededor de la Eucaristía, expresión de esta comunión eucarística. Somos una sola persona, ¡Cristo que vive en nosotros! Y por eso es cuando accedemos a la cartuja. Y ¿Qué hacemos en la cartuja alta? Decir esta oración del padrenuestro del Reino –vosotros la sabéis–, porque es lo que diría Cristo al Padre. Y entonces la cartuja se llena de contenido infinito, porque con Cristo y el Padre estamos juntos en la cartuja. ¡Qué diálogo, qué intercambio, en la medida en que es Cristo –porque es Cristo que vive en mí, no el hombre viejo–, qué maravilla de cartuja media! Ahora y aquí se entiende en este Año Mariano; no podemos lograr esta unidad con la persona de Cristo, con mi mente, mi libertad, mi voluntad, mi inteligencia y mi cuerpo, si no es en María, éste es el Misterio de María: en María, con María, gracias a María, es donde puede haber esta unión del Verbo divino con mi naturaleza humana, mi inteligencia, libertad, alma, cuerpo, espíritu, psicología, biología. Cristo me llena, y sólo lo puede hacer este milagro María, madre de la Iglesia, madre mía. Y así es como accedo a ser hijo de Dios. En la manera de que eso nunca tuvo persona humana, la persona del Verbo es algo así, María, siempre fue Inmaculada desde el principio; Jesús de Nazaret desde el principio es la persona del Verbo; yo tengo que acceder a eso muriendo y resucitando en Cristo. Bien, pero soy hijo de Dios en esta misma medida, y en esa misma medida ocurrirá una cosa misteriosa; decimos: Dios es Uno y Trino, sí, pero accediendo en Cristo a esa participación de la filiación divina de Cristo, haciéndonos otros cristos, accedemos a ser otra persona, en la misma persona de Cristo, de la Trinidad. Ese Cuerpo Místico de Cristo que tiene resucitadas en Él nuestras personas humanas, hace que, sin dejar de ser trino…
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía de 13 de Julio de 1987 en Pisuerga, Madrid