Pues la cena, la última cena de Jesús, la Eucaristía, es en beneficio de los demás. Por eso en las cenas eucarísticas siempre hay pueblo que participa. Pero a veces el Derecho Canónico permite que con tal que haya un monaguillo, un acólito, que ahora en tiempos del Vaticano II, podíamos decir también un laico, comprendiendo a hombres y mujeres, pues ya se puede celebrar una misa. Y en cambio el sacerdote solo no cumple la celebración, eso que es para los demás. Habiendo un acólito ya representa, aunque sea un niño, una niña, representa a toda la Iglesia. ¡Qué hermosa dignidad para ese acólito ser representante de toda la Iglesia viviente, y más aun de la Iglesia triunfante!
Aquella del padre Foucauld, que fue misionero entre los árabes, y vivía como ermitaño en el borde el Sahara, allí en el desierto, y no tenía nadie para celebrar la misa. Y tuvo que pedir dispensa a Roma para que, vistas las condiciones de su soledad en el desierto, le permitieran celebrar la Eucaristía a él solo allí, al salir el sol mirando todas aquellas arenas en que no había nadie. Muchas veces en la vida de una persona, por una serie de circunstancias, también se siente sola. Hoy mismo yo estoy celebrando aquí la misa: presidir solo. Porque por unas razones u otras, los que yo desearía que estuvieran aquí, no están. Pero, así como Cristo en la cruz, abandonado de todos, tuvo a María al pie de la cruz, firme, hoy tengo yo también el consuelo de que Catalina es esta acólita que el Derecho Canónico precisa para celebrar la misa. Y sabemos que la Virgen María es la cumbre, la figura de toda la Iglesia; yo diría que en estos momentos la acólita, en este caso concreto Catalina, es también la figura de toda la Casa de Santiago, de todos los Claroeulalios, de todas las Claraeulalias, de tantas gentes que nos rodean, de esos futuros Y y Z, ella también es figura de todos ellos.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía de 20 de Octubre de 1991 en Modolell, Barcelona