Presbíteros, diáconos y vosotros amigos todos en Cristo. Ayer fue la fiesta de Cristo Sacerdote, buena conmemoración para hacer hoy después esta celebración de los XXV años de la erección canónica de la Casa de Santiago, institución que tiene como única finalidad promover vocaciones precisamente de diáconos y sacerdotes en nuestra Madre Iglesia. El evangelio de hoy en las lecturas que hemos escuchado, viernes de la VII semana del tiempo ordinario, Jesús les dice que es necesario dejar padre y madre, o sea, incluso lo más entrañable, para seguirle de todo corazón. Esta recomendación con un compromiso más grande lo hemos de acoger los que con un grado u otro somos pastores de los fieles.

 

¿Y qué son 25 años? Es un número convencional. El pueblo judío había adoptado el número 12 como base de muchas cosas y símbolos. Todavía hoy nosotros compramos a veces por docenas. No obstante, el Occidente ha elegido principalmente el sistema centesimal, pero cien años son demasiados, demasiados años para una persona en su vida. Como quien parte una rama por la mitad y vuelve a romper los dos trozos, así surge las celebraciones de los 25, 50, 75 años, cifras convencionales, como digo. Dios en cambio se alegra siempre que hacemos acciones buenas, sea el año que sea, y se entristece si las hacemos malas. Pero estamos en el mundo y, de la misma manera que hablamos una lengua determinada o comemos los platos peculiares de nuestra tierra, también podemos gozarnos en estos hitos humanos de nuestro caminar hacia la Casa del Padre.

 

Gracias, pues, por haber venido a acompañarnos en nuestra alegría en estos 25 años.

 

Después de nacer un niño es cuando se le inscribe en el registro, nunca al revés. La Casa de Santiago se inició propiamente en el año 1961, y recordamos de buen grado la visita del cardenal Jubany, entonces obispo auxiliar de Barcelona, cuando sólo había los 7 primeros alumnos, y tuvo palabras de ánimo y de afecto. Pero fue en el año 1966 que recibió el recurso canónico que es el que hoy celebramos.

 

San Juan escribe: ¿dices que amas a Dios que no ves y no amas al prójimo que sí ves?, ¡hipócrita! Podríamos parafrasear: ¿dices que agradeces a Dios, y no agradeces a los otros? En estos momentos entrañables para nosotros en que queremos dar gracias muy profundas a nuestro Señor por tantos favores y tantas providencias recibidas en estos 25 años, queremos agradecer con una gran gratitud a tantas personas que han hecho posible lo que de bueno hemos hecho en estos años. Y quiero recordar muy especialmente a los señores arzobispos que hemos tenido como padres y pastores, y por tanto como presidentes del patronato de la Casa: al doctor Modrego, que suscribió el decreto de erección canónica de la Casa y que tanta esperanza puso; a don Marcelo, que ordenó los primeros sacerdotes salidos de la Casa; al cardenal Jubany que con tanto cuidado afectuoso retocó los estatutos según las directrices del Vaticano II, y que ordenó también a muchos miembros de esta institución; y a nuestro actual prelado, que en su año de estar en Barcelona tan benévolamente ha ordenado presbítero a un exalumno y dentro de poco, si Dios quiere, ordenará diácono a otro.

 

También quiero agradecer muy sinceramente al doctor Trasserra, actual vicario general de la diócesis, por los continuos consejos que nos ha dado en todo tiempo, y sobre todo en horas bajas. Sé que muchos hermanos del presbiterio y mucha otra gente, si les hubiésemos avisado estarían aquí con nosotros. Pero si me lo permitís, yo querría nombrar también a mosén Prats, compañero mío cuando los dos éramos del equipo formador del seminario en los años 60, ciertamente unos tiempos no fáciles, y que tuvo una providencial intervención en el surgimiento de la Casa de Santiago junto a la admirable doña María Corral. Mosén Prats, ya como rector del seminario, en todo momento ha acogido con gran gentileza y cordialidad a todos los estudiantes de la Casa, para guiarlos en las últimas etapas hacia el sacerdocio.

Muchas, muchas gracias.

 

Los alumnos ordenados son mi esperanza en el Cielo. Cuando muera, cosa que no debe de estar lejos, y llegue a las puertas de la bienaventuranza, san Pedro, llevando las llaves, me dirá: ¡qué bien se ha hecho aquí, mira! Y me señalará el plato de la balanza de la justicia: mira, mira, ¡cuántos pecados en toda tu vida! Pero yo, quizá, le señalaré el otro plato de la balanza: ¡casi 150 sacerdotes a los que yo he ayudado en su ordenación! Y le diré: ¡mira cuántas obras buenas han hecho y hacen! Estoy seguro de que gracias a eso san José, patriarca del Cielo, al llegar dirá a san Pedro: ¡ah, va, déjale entrar! Sí, mis ayudas a vosotros, exalumnos de la Casa, son mis méritos, quizá los únicos verdaderos méritos de mi vida, y confío mucho en la intercesión de los que han ganado en la carrera y son ya delante del Padre, como son Clemente, Pedro, Casimiro, Joâo y otros.

 

Cuando he viajado por el mundo he admirado, cómo no, las hermosas obras arquitectónicas de los diversos países y diferentes pueblos, desde las pirámides a los rascacielos, o sus propias obras literarias, o su característica artesanía; pero lo que más he admirado han sido sus esfuerzos por acercarse al Misterio de Dios, sus ritos que de buena fe creían que cumplirían con la divinidad. Y naturalmente, en esta aventura humana de tratar de desentrañar el Misterio, que es la tarea más ardua y difícil, es también donde puede haber lo más grandes errores, por ejemplo, sacrificar enemigos hasta que su sangre llegue al pie de la pirámide, o creer en cosas tan arbitrarias sin ningún fundamento como la trasmigración de las almas. Pero el que trata de subir a una montaña encrespada es el que más puede tropezar y con más riesgo. También en nuestro mundo, en nuestra Iglesia, tenemos la misión de formar a los neófitos, y con más a unos neófitos de pastores que es la tarea más difícil, y entonces en la cual es más posible cometer dolorosas imprudencias, errores, defectos y omisiones. Uno tiene el consuelo de que Dios sabe que toda la intención ha estado en hacer las cosas por amor y fidelidad a Dios, a Dios y a su Iglesia.

 

Recordemos con emoción y con agradecimiento las expresivas y numerosas y audiencias que a grupos representativos de la Casa concedieron los papas Juan XXIII, Pablo VI, así como Juan Pablo II, dándonos palabras de valentía y de bendición.

 

Y hoy, a los pies de la Virgen de la Merced a quien hemos tenido desde buen principio como patrona, queremos agradecerle la presencia en la Casa durante 25 años de Tante, de esta mujer que tan excelentemente reflejaba la mujer fuerte de la Biblia, que en todo momento nos ha dado un ejemplo, a veces heroico, de seguimiento total hasta su muerte a Cristo nuestro Señor. Como dice el evangelio de hoy, lo dejó todo para seguirle.

 

Confiemos en que la Virgen de la Merced, que rompe las cadenas de los cautivos, obtendrá de su hijo la liberación, el perdón de todas nuestras faltas y nos dará maternalmente a todos la mano para seguir con paz y con alegría el camino de Dios.

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía de 24 de Mayo de 1991 en la Basílica de la Merced, Barcelona

Comparte esta publicación

Deja un comentario