Aunque pueda sorprender, la inteligencia de los grupos no está garantizada por el coeficiente intelectual de cada individuo, aunque éste pueda llegar a ser, por supuesto, un factor muy aprovechable. La inteligencia de los grupos se basa sobre todo en sus dinámicas internas, en el modo como interactúan las personas.
De hecho, no es raro ver a personas muy inteligentes relacionándose con dinámicas tan tontas, que terminan actuando en contra de sus propias necesidades y objetivos comunes. ¡Y haciéndose daño a sí mismos! Esto se puede dar tanto en las familias, como en las instituciones (empresas, centros docentes, administración pública, asociaciones…) y, por supuesto, en la esfera política. Y también vemos a personas que quizá no sean tan brillantes, pero que con las dinámicas adecuadas, salen adelante. Generan un beneficio para todos los que conforman ese grupo e incluso para la comunidad más amplia.
¿Qué dinámicas podríamos llamar “inteligentes”? Las que movilizan y aprovechan las capacidades, conocimientos y ángulos de visión de cada uno de los interlocutores, incluyendo a participantes no habituales, pero que tienen algo que aportar, y las integran para moverse de manera sintónica en una dirección para actuar de un modo que favorece a todos. Es lo que llamamos “inteligencia colaborativa” o colaboración inteligente. Se trata de las dinámicas que llevan a detectar los problemas y desafíos comunes, conducen a fijarse metas y estrategias para alcanzarlas.
Esto supone que cada participante exprese su ángulo de visión, añadiendo la información significativa; que todos se escuchen, que analicen, rebatan o confirmen lo de los demás; que sean capaces de crear nuevo conocimiento y avancen juntos sin aferrarse tercamente a su propio punto de vista. En síntesis es aceptar que, como dijo Pierre Lévy, “nadie sabe todo; todos saben algo”. Yo añado que todos tenemos puntos ciegos y, por lo tanto, es indispensable la honradez intelectual para aceptar que alguien me diga cosas que no sé, incluso sobre mí misma. En otras palabras, supone la humildad de la razón, que acepta que no puede comprenderlo todo. ¡Ni siquiera colectivamente podemos comprender todo!, pero es más fácil movernos en la vida y afrontar los desafíos del presente si lo hacemos de manera más participativa.
El resultado final no necesariamente es la suma aritmética del parecer de todos. Hay que aplicar filtros y hacer síntesis, pero ciertamente sin las aportaciones de todos no sería posible sacar unas conclusiones adecuadas.
Queda claro entonces por dónde vienen los obstáculos, o por decirlo crudamente, cuáles son las dinámicas estúpidas -tan frecuentes- entre personas que deben llevar juntas un proyecto o iniciativa: interrumpirse sin escucharse, ignorarse, insultarse, ocultar información significativa para todos, repetir de manera circular consignas ideológicas, transformar la defensa del propio punto de vista en una cuestión de honor… La egolatría y la competitividad exacerbada van directamente en contra de la colaboración inteligente y terminan atomizando a la sociedad en grupúsculos incapaces de afrontar los retos -que son de todos-.
Para movernos hacia una sociedad más inteligente, es necesario promover desde la escuela esta capacidad de escucha. De apertura a lo distinto, esta disciplina de la conversación y del pensamiento en común que incorpora lo mejor de cada persona. No la hace desaparecer en la masa, pero no exalta la individualidad de tal modo que haga a las personas incapaces de colaborar con otros.
Leticia Soberón