No es una horrenda sigla de éstas que hoy, por superabundantes, aún resultan con frecuencia más incomprensibles. Es una abreviatura que de todos modos tiene significado en sí. Kine, en griego, es la raíz que significa movimiento; por lo tanto sugiere algo vivo, cambiante, sorprendente.

La segunda parte de esta palabra compuesta, en castellano es «matógrafo» y nos resulta fea al oído, esdrújula como un mazo contundente. Pronto la gente la cercenó.

Basta sólo ¡cine! Y estas dos sílabas han estimulado deseos, adicciones a actores o estilos, sueños de estrellatos, arquetipos que «encantan multitudes»; famas, negocios, ingenios industriales. Pronto, al descubrir su poder sugestivo –y aún más, con el sonido y el color, – pasó de ser mero «divertimento», desahogo de represiones románticas, a ser un instrumento sagazmente manipulado por otro tipo de multinacionales, las de la propaganda, de la guerra psicológica y de las más altas –confusas y difusas– cúpulas de la economía y política.

Los adolescentes, durante décadas, han visto al Piel Roja, soberbio y malo, o a todos los revolucionarios rusos como santones y mártires; o… ¡tantas «oes» podrían añadirse!

¡Frágil y simple palabra «cine»!, tan zarandeada, comercializada, hollada, estrujada…

Los que peinamos –o ya ni siquiera eso– canas, recordamos con emoción la primera película sonora a la que asistimos. Yo a «El desfile del amor», de Maurice Chevalier y Jeanette McDonald. El protagonista todo un «caballero» aunque demasiado alegre, y ella, sobre todo, una cantante extraordinaria. Fue para mis contemporáneos una experiencia maravillosa, no por la manida temática del guión, en el que el amor un tanto frivolizado quedaba al fin, como casi siempre, vencedor, sino porque constatábamos que el cine se había hecho de pronto adulto y, quizá por ello, intuíamos que también peligroso.

El salto al color -¿en qué película por primera vez paladeado?– está más difuso en el recuerdo, quizá porque queda diluido por la coincidencia con la arrebatada memoria de sangrantes guerras y los azacanados periodos postbélicos. Pero sí que permanecen los escalofríos de las películas y reportajes de Hitler, expresión evidente de aquella manipulación ya presentida, tan sagazmente utilizada por Göebels. O las posteriores y espeluznantes películas pro o contra Vietnam.

El cine debería bañarse en agua lustral. Resurgir con otra clase de luz en sus entrañas mensajeras. Recuperar con gozo su propia identidad.

Por ahora, más bien ha sido aprisionado en la cárcel estrecha de las pantallas de TV con largas series famosas y agobiantes, haciéndolo aún más dardo, más puñal, más apólogo de lo aberrante y de la violencia.

¿Dónde, de mano de quién, con qué novedad inesperada, llegará a ser lo que puede o lo que debería ser? Instrumento:

– De civilización, a la vez que de arte.
– De comprensión mutua, a la vez que de libertad.
– De avanzar en el progreso común, simultáneamente que salvando y asumiendo todos los sorprendentes logros humanos que nos antecedieron y que nos posibilitaron.
– De reposo gratificante, a la par que de impulso a la creatividad.
– De humanísimo amor, en vez de humano odio.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
La Gaceta de Salamanca, octubre de 1987.
Diario de Sabadell, octubre de 1987.
El Mundo (El Salvador), diciembre de 1987.
El Sur de Chile, diciembre de 1987.
La Montaña de San José, enero-febrero de 1988.

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