Sufría yo porque una persona de la casa trabajaba mucho. Unos por otros se dejaban de hacer cosas, por ocupaciones exteriores, más o menos reales o aleatorias, por los caracteres de los individuos, falta de organización, una cierta resistencia por piques personales, etc. Las cosas que había que hacer en la casa, ya se hacían, sí, pero raspando los límites de cuando ya no había más remedio que hacerlas, muchas veces forzados por las visitas que podían venir o sabíamos que venían. Las horas de las comidas, desajustadas y tarde. Todo el día, o casi, nos lo pasábamos hablando de lo que había que hacer, pero no se acababa de hacer bien y del todo. Y además, estas conversaciones, a veces con cierta agitación, acritud y hasta alfilerazos verbales, quitaban la paz y la sosegada alegría que tendría que tener toda casa.

Esto me hizo ver que, a los que convivían, les tenía que urgir, de una manera cariñosa pero enérgica, la necesidad y la conveniencia para todos los de la casa, de la «hora prima», pues si no se distribuye el trabajo diario, el uno por el otro la casa sin barrer, como suele decirse. Cada uno cree que hace más que los demás, que los demás no hacen nada porque no ve lo que hacen, no se tiene conciencia de todas las cosas que hay que hacer y se acumulan de un día para otro; a veces varios hacen las mismas cosas.

Esta «hora prima» tenía que tener las siguientes características:

Punto primero, que a la hora más oportuna diariamente, hagan listas de las «faenas» que realmente hay que hacer en ese día, tanto en la casa, como gestiones de ésta fuera de la misma. En esta lista, que todos deberán estar de acuerdo con ella, habrá cosas ordinarias de cada día y otras diferentes que van surgiendo.

El punto segundo, es ver las reales posibilidades de cada cual para ese día, teniendo en cuenta incluso sus gustos o preferencias, facilidades y disposiciones, de una manera lo más equitativamente posible, la salud, la edad, etc., las obligaciones reales que la gente tiene fuera de la casa, con compromisos justos y no ficticios. Teniendo en cuenta también que atender debidamente las cosas de la casa es básico para la buena convivencia familiar; por supuesto sin la buena marcha de la cual, inútil y fracasadas serán tanto la paz personal como las fructíferas relaciones con la gente de fuera de casa, como vivir plenamente el gozo de la fiesta.

Es muy importante repartir todas estas faenas (quehaceres, propio de la lengua catalana), procurando dejarse llevar cada uno más bien de su generosidad que no de un cicatero espíritu de cumplir la estricta justicia.

Esa «hora prima», en la medida que de verdad se practique, es de enormes resultados positivos:

1.- Sabiendo cada uno lo que tiene que hacer, lo hará en el momento oportuno, sintiéndose libre todo el resto del día.

2.- Está alegre porque está sin remordimiento de pensar que tendría que hacer, además, otras cosas y no las ha hecho por pereza, negligencia o «piques».

3.- Al no tener ya que hablar con los demás todo el día de lo que hay pendiente por hacer, queda el día libre para dialogar con cariño, paz y alegría. ¡Y poder hacer tantas otras cosas hermosas que darán gozo a todos!

No saben lo que se pierden los que, sin razones ni generosidad, escabullen el hombro.

Bueno es, al finalizar el día, o al comienzo de la «hora prima siguiente», amigablemente, sin acrimonias, con dulce comprensión de las limitaciones de cada cual, ver lo que se ha hecho de lo que debía hacer cada uno, cómo se ha hecho, qué ha quedado por hacer –incluso puede haber habido imprevistos que lo hayan impedido y hayan obligado a hacer otras cosas–, y cómo se puede subsanar lo pendiente sumándolo a lo de la hora prima del día siguiente.

Si todo esto se hace con sinceridad y alegría, todas estas reuniones y conversaciones irán saliendo suavemente bien.

Con esta carta os transmito la tremenda importancia que la «hora prima» tiene, no sólo para la buena marcha de las casas, sino como una pieza sin la cual no marcharán, quedando atoradas.

Con esperanza y alegría, Alfredo.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Revista RE, Época 5, Nº 52, en mayo de 2002.
Carta escrita por Alfredo Rubio en el verano de 1979 dirigida a algunas residencias estudiantiles.

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