Todos saben que la llamada primera revolución industrial, en el siglo XIX, dejó sin trabajo a una gran cantidad de artesanos y ello fue el origen de grandes trastornos para aquellas generaciones.
La sociedad industrial pudo ir remontando aquella situación, ya que gracias al desarrollo que ella misma producía y a las nuevas fuentes de energía que se descubrieron –electricidad, petróleo– creó nuevos niveles de necesidades –transportes, productos químicos, etc.– que abrieron abundantes nuevos puestos de trabajos, inimaginables poco antes.
También había que elevar el poder adquisitivo de las masas del propio país y de otras naciones subdesarrolladas, para que pudieran ser consumidores y así sostener la producción. Esa industrialización era lógico que desembocara en esta fantástica y brillante era consumista.
En el último cuarto del siglo XX estábamos ya –aunque a veces no nos diéramos cuenta– en una nueva revolución técnica industrial: la robotización y la cibernética reducirán al mínimo la necesidad de trabajadores y sólo quedarán los más altamente especializados.
O sea que el paro, en todas las potentes naciones, irá en aumento. Y llegará un día en que las «masas», ya no serán necesarias como obreros.
Y aquí se presenta el dilema. Puede suponerse que estamos en el umbral de una nueva sociedad: la civilización del ocio. En ella la humanidad liberada de la necesidad del trabajo tanto físico como intelectual de servicios, podrá emplear su tiempo lúdicamente, para la convivencia amistosa, el arte, la creatividad, la cultura, los viajes, etc. Sostenido todo ello por unas nuevas estructuras económicas, fruto de esos novísimos medios industriales.
Pero puede ocurrir otra cosa. Y esto es como un mal sueño de una ardiente noche de verano. Y ojalá sólo sea un sueño.
Dicen algunos economistas que esas masas tampoco serían necesarias como consumidores. Este es el punto clave. Las nuevas industrias se sostendrían con poca producción, la suficiente para las capas gobernantes, etc. Las masas ya no servirían entonces para nada.
Podrían ser vistas entonces, esas multitudes, como una peligrosa plaga consumidora de materias primas, deterioradoras de la ecología, provocadoras de conflictos sociales en todos los continentes, y teniendo los gobiernos que montar innumerables servicios de transporte, alimentación, hospitales, etc., para estas ingentes cantidades de habitantes que ni producen, ni son necesarias ya para que sostengan las industrias.
Nos han contado en un reciente congreso en Barcelona al que han asistido dos Premios Nobel de Psicología y Medicina, y de la Paz, que el señor McNamara, presidente del Banco Mundial, ha dicho: «Un marginado, que no produce ni consume y que encima hay que sostenerlo en sus necesidades mínimas, sobra en una sociedad de economía de mercado»
Es un aviso. Un tremendo aviso. En la nueva economía que se acerca pueden sobrar no unos miles de marginados (viejos, enfermos, discapacitados, débiles mentales, etc.) sino incluso las masas.
Como los caballos de la agricultura que, al llegar la mecanización del campo, han ido desapareciendo. ¿Qué romántico agricultor sigue empleando campos para producir alimentos para ellos, cuadras, hombres, esfuerzos para el sostenimiento y cuidado de esos caballos que ya no son necesarios?¿Qué ocurrirá?
Dicen que se favorecerá que las masas no engendren hijos (permisividad sexual pero sin concepción, homosexualidad, anticonceptivos, planificación exagerada de la paternidad responsable, esterilizaciones, drogas que acaban por disminuir la libido)
Si se engendra, favorecer el aborto libre bajo mil fútiles pretextos.
Si nacen…, se verán conducidos a morir por hambre, sed, enfermedades, en el tercer y el cuarto mundo sin que se remedien estos males, como podría hacerse si las potencias no gastaran tanto en propios armamentos o fabricación de ellos para otros.
Y si los nacidos no se mueren ya se matarán de jóvenes, entre sí, con guerras fratricidas por fanatismos o discutiendo pedazos de tierra por vanos nacionalismos o en nombre de grotescos ideales utópicos… consumiendo sus pocos haberes para comprar con qué destruirse con más eficacia aún.
Y los que queden… ¡es tan fácil eliminar a los que convenga, favoreciendo drogas o con guerras mayores, etc.!
Sí; esto es un mal sueño. Tenemos la clara esperanza de que el bien palpita en el hombre, en la raíz de todo hombre. Y el mismo hombre hará que esa hecatombe del mal no avance como un alud destructor.
El ser humano, a pesar de todo, como los jilgueros, seguirá cantando y será capaz de crear una nueva etapa en la historia, más luminosa, plácida y feliz, que hoy aún somos incapaces de prever.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado en:
Diario La Vanguardia, julio de 1983.
La Voz de Mirobriga, diciembre 1983.
La Montaña de San José, marzo de 1984.
Imparcial de Hermosillo, mayo de 1984
La Discusión (Chile), noviembre de 1993.