El espejo era un adminículo más para afeitarme, como la máquina eléctrica o la loción «after-shave».

Pero hoy me fijé en mis ojos. Me miré como cuando uno mira a los ojos de otra persona, poniendo en esta mirada el alma y estableciéndose con «ese otro» una conversación profunda sin necesidad de palabras. Hoy, sin saber por qué, me he mirado así. He establecido conmigo mismo un diálogo hondo que me ha llegado, con cierto escalofrío, a la misma consciencia.

Al verme objetivado en el espejo, me he descubierto uno entre los otros, tan digno de ser apreciado, amado, como hay que hacerlo con el prójimo. Me he descubierto menesteroso de mi atención. Y yo me he sentido culpable de olvidarme de ése que tenía enfrente, de someterlo sin piedad no sólo a los otros sino, con mayor frecuencia aún, a mis ambiciones. He marginado, casi siempre, a ese ser con mí mismo nombre y apellidos que este amanecer tenía bien enfocado por la luz del lavabo.

He descubierto, de repente, que también tengo deberes para esa persona –que soy yo mismo– tan pisoteada por mis urgentes e importantes quehaceres… Que ese hombre cansado y algo melancólico tiene derechos que reclamarme: cuidados, descanso, sosiego, comprensión, afecto…

Parecía que, mudo, me lo imploraba mansamente como un perro maltratado. He descubierto, sí, que yo era soberbio y he sentido remordimientos de haber tratado con altanería a ese «yo-otro» reflejado en el espejo, que ha sido harto sumiso. Ha despertado en mí, todo un sector ético que mantenía penumbroso en el desván. He sido demasiado Señor de mí mismo, y ello es peligroso; nos hace proclives a acabar siendo, además, señores de los otros. No. Hay que ser servidores por aprecio, de los demás y también, ¿por qué no?, de uno mismo, ya que soy tan débil como la muchedumbre.

En el Viejo Testamento se nos decía que había que amar a los demás como a uno mismo. En el Nuevo se colige una revolución copernicana de esa medida del amor: que uno se debe amar a sí mismo en la misma medida –ni más ni menos– que uno ame a los demás. Porque se es, humildemente, uno como los otros.

Solamente sintiéndome amado por ellos y por mí mismo, es como podré ser límpido hontanar de vida, dispuesto a darse sin medida incluso a los que no nos aman, ni siquiera se aman a sí mismos. El ser humano necesita esencialmente de los otros seres humanos; si no ama a los demás, mal podrá llegar a ser un espécimen en plenitud. Pero, si a la vez uno no se ama con dignidad, ¿qué podrá dar a los otros sino un ser ultrajado por uno mismo? ¿Qué testimonio, qué garantía de respeto, libertad, comprensión y cuido?
***
¡Pobre yo de mi espejo, qué poco me he preocupado de ti! Me lo han dicho tus ojos esta mañana con una sola mirada, larga, sin apenas reproche, pero más certeramente expresiva que todas las palabras.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Hora Nova, junio 1986
Diari Girona, julio 1986
Sabadell, julio 1986
L’Observador, julio 1986
Revista de Badalona, julio 1986
Catalunya Cristiana, agosto 1986
Ecos del Cidacos, agosto 1986
Canfali, septiembre 1986
L’esperit, noviembre 1986
La Montaña de San José, noviembre 1986
El Mundo del El Salvador, octubre de 1987

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