No es que sea yo ni muy preocupado ni muy sensible respecto a los animales. Quizá porque nací en el ensanche de esta ciudad barcelonesa donde los árboles están todos en hilera, a igual distancia en las pavimentadas aceras que bordean un asfalto sin fin, donde, por ejemplo, si hay una rotura en las conducciones subterráneas de agua y ésta aflora a la superficie, pronto viene una cuadrilla de hombres uniformados para repararla.
Me acuerdo que siendo aún muy pequeño, un verano fuimos toda la familia a pasar unos meses al campo. ¡Qué escándalo sentí ante tanto desorden! Unos árboles por aquí, otros por allá, mezclados los de diversas clases… Y luego, el agua de los riachuelos que corría y corría sin que nadie viniese a arreglar aquellos escapes. Las gallinas que se aproximaban a picar el suelo cerca de mis pies me parecían monstruos peligrosísimos y los gatos, enemigos infernales. Y no digamos el susto que sentí frente a una lagartija mirándome fija, ella y yo inmóviles, en mi misma habitación.
De esta mi «ciudadanía» natal, seguramente proceden el desconocimiento, temores y relativa insensibilización frente a los animales. Con todo, había uno que me caía muy simpático: el perro, los perros.
Estos, con sus amos, se les veía con frecuencia, como un peatón más (aunque de cuatro pies) por las calles de la ciudad. Eran simpáticos, multiformes; de variados tamaños, colores, orejas y pelo, pero todos fieles y cariñosos con sus dueños.
La señora de un famoso arquitecto, ambos andaluces, que ayudaba a su esposo en la venta de chalets de una genial urbanización que había construido aquél en una montaña junto al mar de Granada, decía con gracia, ante la flema de los ingleses presuntos compradores: «¡ojalá que estos británicos tuvieran rabos como los perros! así sabríamos cuando están contentos y si les gusta o no la casa que les muestro»
Sí; los perros me caían en gracia. Me acercaba sin temor a ellos, les acariciaba la cabeza y ellos también venían a mí confiados.
Ya de mayor –¡ya de cura!– un día inventé la «parábola del perro» Decía: «¡si nosotros los hombres supiéramos ser al menos como ellos! Son fieles y aman a sus dueños sean éstos quienes sean. Basta que los chuchos se sientan respetados y queridos. No les importa que sus amos sean altos o bajos, ricos o pobres, elegantes o vagabundos, viejos o jóvenes, cultos o sencillos… ¡No hacen acepción de personas! Tampoco les importa estar con sus dueños en un país o en otro… les basta el cariño y la fidelidad recíproca. ¡Hasta irán a ladrar y a llorar a sus tumbas, siéndoles leales aún después de la muerte!
¡Si supiéramos nosotros, los hombres, ser así con Dios que tan buen amo y queredor nos es!
Esta parábola causaba buen efecto en los oyentes y sacábamos de ella sugerencias sociológicas, catequéticas, devotas…
Por eso fue para mí una sorpresa, una agradabilísima sorpresa, leer en la vida de la Madre Petra –la entrañable fundadora de nuestro San José de La Montaña– algo sobre los perros más hondo aún y ejemplar. No sólo da por supuesta la bondad y la lealtad de los canes y por ello el querer imitarlos, si no que ella misma se hace perro faldero de Dios.
Dice textualmente: «Yo soy la perrita del señor y no dejaré de defender la causa de Dios y la de su Santa casa como el perro fiel defiende a su amo» ¡Bella expresión de humildad a la par que de amor!
Entonces, ¡claro que es natural! que Dios en gratitud y correspondencia a la Madre Petra nos haya inspirado ser perros anhelantes para con ella; husmeadores incansables de su rastro perdido hasta dar con sus preciados restos, allá, bajo una plancha de latón, entre naranjos valencianos. Restos que estarán ya para siempre perfumados de azahar y de gloria, en nuestro humanismo corazón perruno, lleno de lealtad y cariño a la que supo ser defensora fiel de la sencilla casita de Nazaret.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado en:
La Montaña de San José, noviembre de 1984.