En el campo, en verano, algunas veces acompañaba a mi madre cuando iba de compras a algún pueblecillo cercano. Entrábamos en las tiendas de “ultramarinos”, nombre por aquello del azúcar, el café, las especies, la vainilla y la canela. Pero había de todo en ellas: fruta fresca, legumbres y multicolores botellas de jarabe rojo de grosella, verde de menta, o lechoso de horchata de almendras… Colgaban del techo tiras de color ámbar que supongo sería como una melaza, que atraían a las moscas. Al ir a sorberla, sus delgadas patas quedaban enganchadas. En pocas horas aquella larga tira quedaba negra del moscambre.
Era un espectáculo antiestético, pero la gente lo agradecía pues así las moscas no molestaban y, sobre todo, no revoloteaban entre los alimentos expuestos, máxime cuando no lejos de los caseríos, abundaban los corrales y el estiércol.
Un día, comentando en casa esos curiosos cartuchos de cartón que se desenrollaban en esas tiras-miel, mi padre me dijo:«Así son los vicios, atraen, pero uno se engancha en ellos y no puede ya volar. Se pierde la libertad».
Me quedó un regusto de que los vicios serían algo de color amarillo. No sabía exactamente por otra parte, qué cosa sería esos de los vicios, aunque permanecía muy prevenido de que robaban lo que en el colegio llamaban el libre albedrío.
Cuántas veces al conocer, tratar, hoy tantos jóvenes enganchados en la droga, con tanto drama a sus espaldas y con tanta dificultad para desprenderse y reemprender el vuelo de sus vidas, me he acordado de aquellas tiras de papel que atraían a las moscas que libando morían sin remedio.
Yo no sé si la drogadicción es propiamente uno de aquellos vicios que avisaba mi padre. Me parece, más bien, una gran desgracia. De pequeño no me explicaba cómo las moscas que aún volaban no percibían la trampa, viendo a sus hermanas presas sin remisión. Se peleaban en cambio, para hallar también un sitio en las atractivas tiras, donde apoyarse a su vez. ¡Cuántas sobredosis habrán padecido todas ellas!
No me extraña, pues, que muchos jóvenes aún viendo la tragedia de sus amigos, no perciban del todo el peligro y sólo deseen probar… una vez. ¡Pobres! ¡Qué fácilmente quedarán prendidos para siempre! Un siempre, a veces, muy corto.
Sartre escribió un libro de angustia terrible: Las Moscas…
Entonces, no lo dije a nadie para que no se rieran de mí. Me hubiera gustado desprender a aquellas ingenuas moscas para que pudieran volar de nuevo. Y gritar a las otras, para que no se acercaran a aquella traicionera melaza.
Cuánto me gustaría hoy intentar lo mismo. Me temo que no pueda y que tampoco supiera hacerlo. Aunque ahora ya no me importaría que alguien o muchos, se rieran de mí.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado en:
Comarca de Trujillo, julio-agosto de 1990.