¿Recordáis aquel cuadro de Manet, padre de los impresionistas franceses, representando una pareja de campesinos que detenida la faena del campo (él gorra en mano), recogidos en oración, lejos en el horizonte la silueta difuminada de un campanario sobresaliendo de unos amazacotados tejados pueblerinos que apenas se adivinan? El título de este lienzo es: «La hora del Ángelus». En aquel atardecer parece que sólo se oyen las campanas, que hasta el viento ha cesado para que no haya otro ruido sobre las mieses en siega.
Este famoso cuadro nos parece representar un catolicismo rural, idílico y casi perfecto: un pueblecito, una iglesia, una parroquia, un cura. Un párroco que ha envejecido al cuidado de sus ovejas, que conoce a todas por su nombre, por su voz; que sabe de qué familia son todos los rapazuelos del pueblo; y todos –viejos, grandes y chicos– conocen al cura. Éste es uno más –el primero– entre los vecinos del lugar. Conoce las flaquezas de todos y todos conocen sus virtudes y –¿por qué no?– sus humanas debilidades: su mal genio a veces, su gusto por las cerezas, su bufanda de buena lana… pero todos saben ver al sacerdote que absuelve, sufre por su rebaño; que sabe y da la Palabra de Dios, y su Cuerpo.
Ese cura, ese templo, que son la levadura en medio de la masa, de casas y hombres.
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Ya ha pasado la moda, gracias a Dios antes de que se empezara a implantar en serio, en que una precipitada pastoral con afanes renovadores, quería arrancar a los curas de la masa, juntarlos en «un lugar estratégico» y con «motos» salir al mundo, a los diversos pueblos, a hacer apostolado, y si es por especialidades tanto mejor. Eso es convertir al sacerdocio en cuerpo de ejército o en obreros especializados. Es rebajarse de su primerísima categoría de Padre y Pastor.
¡No! Dejemos a los pueblos pequeños con su templo y su cura. Párroco de todos y cada uno, de niños y de viejos, de mozos sanos y de personas enfermas, que se ayude de los obreros que quiera –clérigos y laicos– para pastorear a su grey, pero que sea el único y supremo pastor de su pueblo, bajo el cayado de su obispo y la tiara del Papa.* Todos los sacerdotes deben sentirse «presbiterium» del obispo. No pueden soslayar la responsabilidad colegial por todos los pueblos, parroquias y problemas de la diócesis. Pero hay que buscar el punto justo y equilibrado: ni la responsabilidad colegial puede anular el sentimiento de la responsabilidad directa, paternal, intransferible y para lo cual se ha recibido una auténtica misión del obispo; ni esa dedicación puede hacer olvidar la primera. Hay que ejercer las dos, en santa coyuntura y respeto.
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Bien: ¿y en las ciudades? ¡Ah las ciudades! Un pueblecito cuando crecía, crecía… parecía como aquellas células que se van haciendo gigantes y llegado un punto de tensión máximo revientan y se reproducen en dos, proceso que, por otra parte, hace que se rejuvenezca el plasma y empiecen ambas células un nuevo ciclo vital.
Esto lo comprobamos efectivamente en las aldeas y villas que al aumentar demográficamente se parten en dos parroquias, y ambas sienten nuevos y juveniles afanes. Pero, ¿es que una ciudad, una gran ciudad no es más que la multiplicación de este mismo proceso? ¿No es otra cosa que la reunión de muchas parroquias alrededor de las cuales hay una masa de ciudadanos parecida a la que hay alrededor de los campanarios campesinos? Es decir, ¿la ciudad con sus hombres y barriadas es una suma de pueblos? o ¿ha ocurrido una metamorfosis extraña y la urbe es «otra cosa»? Ciertamente es algo nuevo y extraño. Es un misterio pastoral. Pero en ese misterio sigue siendo verdad la Palabra de Dios: El Apóstol debe ser la sal de la tierra, luz del mundo, levadura en la masa.
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Se agrava aún más el problema por el fácil trasiego de gentes que hay en la ciudad. Los frecuentes cambios de domicilio y, sobre todo, la «descoyuntura» a que se ve sometida la gente, dividida su vida y su alma entre un centro de vivir y otro centro –distinto y distante– de trabajar.
Es curioso que en medio de esa barahunda de la ciudad, los recién llegados, y aun las primeras generaciones, se sienten más unidos a su lejana parroquia pueblerina y a «Don Fulano», el bonachón párroco de la misma, que la mastodóntica y fría estructura eclesial ciudadana. Si hubiera que hacer un empadronamiento con gusto recorrerían los caminos, como María y José, a su Belén de origen. ¿Qué mordiente, qué garra espiritual, falta a estas parroquias ciudadanas para que la gente se sienta verdaderamente feligrés en la ancha y profunda significación de esta palabra? Pues que el pastor conozca a sus ovejas por su nombre y conozca su balido y sus necesidades; que pueda ir a buscar una por una a todas las ovejas perdidas; y todas conozcan su voz y su latido de buen pastor.
Pero para que esto sea así las parroquias ciudadanas, como las pueblerinas, tienen que tener «medida humana», o mejor, «medida sobrehumana», pero esto no quiere decir hercúleo gigantismo desmesurado, sino que en el cristianismo lo sobrenatural aumenta una dimensión trascendente, pero respeta los límites humanos.
Ciertamente que el sacerdote, el pastor de un grupo de almas, tiene que ayudarse de apóstoles laicos y acaso, si la Iglesia postconciliar lo permite, de diáconos, para poderse dedicar él a lo más estrictamente sacerdotal con lo cual podrá ampliar el número de sus ovejas; pero siempre quedarán en pie dos principios. Un solo pastor y unas ovejas, en número mesurado, y el pastor en continua, íntima, cordial convivencia: levadura, sal en la masa.
Podrá haber, quizá, algunos «técnicos» de especializadas pastorales de problemas comunes, pero siempre el pastor deberá ser el directo responsable coordinador, el padre de familia que, si bien pide colaboración a pedagogos, nunca podrá abdicar de sus derechos y deberes ni de la responsabilidad de la educación de sus hijos. ¡Guay de la diabólica interferencia de técnicos intelectuales y fríos, incapaces de dar la vida por sus ovejas porque ni siquiera conocen su cara y su nombre, si se interfieren en el potestático pastoreo del párroco!
Para una situación en que los padres de familia no sepan o no quieran cumplir sus deberes bien estará que los asilos o colegios regidos por técnicos pedagogos suplan del todo aquel abandono, pero esto no es el ideal. Lo que hay que hacer es que los padres sepan y puedan serlo como deben, lo cual no excluirá, por supuesto, la colaboración de técnicos en el progresivo desarrollo de sus hijos.
Luego hay que formar entre los curas no sólo magníficos consiliarios diocesanos e interdiocesanos, nacionales e internacionales, de movimientos especializados (evitando que, por una absorción total de las ovejas, acaben creando estamentos horizontales desconocidos entre sí, casi en lucha de clases «evangélicas»), sino también hay que formar curas que sepan ser vigorosos pastores de familia de feligreses, unidos –jóvenes y viejos, sencillos y sabios– en la humildad y caridad, y este amarse los unos a los otros como Cristo nos ama, es lo que da verdadero testimonio al mundo de que somos sus discípulos, y este testimonio es el que convertirá a los no creyentes, y no este unirse «mundial» a costa de la familia parroquial, por edades, estamentos o profesiones terrenas, que no crean más que incomprensiones, odios y guerras de clases apostólicas.
Puede haber muchas soluciones, pero a mí se me ocurre una, sencilla y cordial: un poco la de la portada de la revista. Parroquias pequeñas inmersas, sin pretensiones arquitectónicas, en la masa. Un sótano, un piso… Muchas. Un cura, estupendamente formado para esta misión, en cada una de ellas, ayudado por los laicos, que conozca a todas sus ovejas y sufra por cada una.
Todas estas miniparroquias podrán estar incardinadas a una especie de subarciprestazgos –las parroquias actuales– con sus templos para grandes celebraciones o reuniones solemnes. Y en estas iglesias debería haber un sabio, experimentado y santo pastor de pastorcillos, un arcipreste cuya principal misión fuera conocer y sufrir por todos y cada uno de esos párrocos llenos de inquietud de bregar, inmersos en la masa y en el difícil remolino de todo dolor y acontecimiento. Siendo también pastor con jurisdicción directa y ordinaria de todas las almas de su arciprestazgo para intervenir amorosamente en casos de conflicto o de duda, pero siempre respetuosos con la jurisdicción también directa y responsable de los pastores de vanguardia.
¿Qué harían los Apóstoles? ¿Cómo eran las iglesias primitivas en las grandes urbes de la antigüedad, Roma, Alejandría, Éfeso…? Sabemos una cosa cierta: los Apóstoles creaban diáconos para que atendieran a todo lo material, y aun a muchas cosas de la tarea espiritual para así ellos poder quedar más libres para poder dedicarse por entero a la proclamación de la Palabra y a la consagración del Pan, y con su plena responsabilidad, al gobierno supremo de las iglesias.
Cuando un esclavo, acaso por su modales o cultura, encontrándose un poco a «disagio» entre los demás cristianos de su iglesita, pedía trasladarse e incorporarse a una iglesia de suburbio donde había más gente como él, San Pablo le dice: de ninguna manera, que cada uno debe permanecer donde Dios le ha llamado y que no importa en la Iglesia de Dios ser siervo o ser emperador, que todos somos hermanos por la sangre de Cristo en la caridad de Dios. Nunca las diferencias terrenales deben prevalecer sobre lo unificante del verdadero reino de Dios, ni el sexo, ni la edad, ni la cultura, ni la riqueza. Si hay grados o diferencias, éstos los marcan la humildad de espíritu y la bondad y mansedumbre de corazón.
La comunidad de fieles se reunía en una casa, ciertamente llenaban la habitación, el salón, el «tinello» más grande del la misma. Pero la predicación de la Palabra, el Banquete eucarístico, quedaban aún a escala humana. La casa estaba llena como cuando había en la familia una fiesta, una boda o un velatorio. ¡Cómo se multiplicaron los cristianos! Pasaría hoy lo mismo. Se podría realizar esta catequesis de base, esta catequesis de conversión de la que hablan los modernos pastoralistas si alrededor de estas «catedrales de suburbio» –actuales iglesias parroquiales–, adonde deberían confluir de cuando en cuando todos los curas de la zona para alabar en común a Dios, éstos vivieran en sus casas inmersas en las casas de sus vecinos, para en ellas predicarles –¡sin micrófonos!– la Palabra, y no sólo saber que se conoce a quién se da, y poder repartir con exhaustivo conocimiento el consejo y el perdón. Que todos conozcan a su cura y éste a todas y cada una de sus ovejas.
Para las fiestas grandes se podría ir a la Casa grande, a la iglesiaza, para concentraciones procesionales.
Pero «lo diario», «lo dominical» en la casita del cura, padre de todos y que conoce a todos sus hijos. Hoy los macropárrocos sólo conocen a algunos de sus feligreses y, en general, a los «más buenos», o sea, a los que acaso menos le necesitan. Es fermento sólo de los ya fermentados y acaso por ello hasta esos, a veces, se malogran. Y por una abundante y no coordinada pastoral de especialización son los fieles, ovejas de muchos pastores, iguales entre sí, por lo que llevan al alma a una esquizofrenia espiritual. Ovejas que oyen muchas flautas, que las llaman por senderos diversos y contradictorios, y pastores que no saben cuáles son sus ovejas pues todas andan mezcladas y quizá tratan de arrebatárselas: babélica confusión.
Con lo sencillo que es: un solo rebaño y un solo pastor. Y que se conozcan y se amen.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado en:
Apostolado sacerdotal, Vol. XXI, número 223.