DORMIR EN NUEVA YORK
verso librísimo, como
dicen que es la Estatua
de la Libertad
Hay gente que organiza
con interés,
un viaje muy largo,
cruzando por los aires silenciosos
mares y mares.
Pero luego al llegar
tienen ya tan cansados
los pies y el alma
que se quedan dormidos
profundamente
en el Hotel de medio pelo,
hasta mediodía, –o más–
Y dejan
el conocer ese desconocido
mundo, para más tarde, por la tarde
o por la noche.
Pero a las 4 post meridium
lo cierran todo ya
–los Museos y el corazón–.
La gente presurosa
camina y desconfía
del que en la acera
aún sin querer les roza…
Y todos, pronto,
se encierran en sus casas
iluminadas tan discretamente
con luces bajas
y suave música.
Los llegados de lejos
se sienten cual perdidos
y desamigados por las “Streets”
tan llenas sin embargo
de seres que seguramente
son también del género humano.
Además en marzo y en esa hora
vesperal, hace frío,
rachas de viento helado
empujan por la espalda.
Y las sombras aún hacen más sombrías,
las caras de las gentes morenas.
Resultan todavía
más enigmáticas,
ignotas,
que hablan inglés –quizá español–
con sus acentos raros,
ininteligibles…
¿A dónde ir?
Los llegados de fuera
son tan desconocidos
que acaso sean invisibles.
para los transeúntes.
Nadie se fija en ellos
ni a nadie importaría
que se sentaran, muertos,
–cual si fueran espantapájaros–,
encima de cualquiera
de los gruesos tubos de agua
que hay por doquier
para los “Fair-men”.
Buscan entonces
estos parias tan foranísimos
regresar al Hotel
en Subway o en un bus
¡como sea! a pie incluso
a pesar de la posible distancia
o de las muchas “Avenues”
siempre interpuestas.
No interesa ya
según parece
ni las luces multicolores
y cambiantes de los anuncios
ni los escaparates vocingleros
ni las multitudes arracimadas
de la Calle 42
en su cruce con Broodway;
ni los borrachos mal hablados
en sus lenguas hispánicas.
Tampoco las larguísimas,
extrañas limusinas
ni los románticos
y anacrónicos “coches de caballo”
–porque sólo tira un caballo–
conducidos por aurigas de largo abrigo
con esclavina.
Ya no interesa nada
a estos viajeros
ni tienta ningún espectáculo
que reservaran de antemano.
Casi del todo les hastía
lo que hayan visto una vez
aunque fuera muy fugazmente.
¡Sí! ¡Al Hotel!
a buscar en él la calefacción
–a pesar de ser leve–;
y aquel cobijo
–aunque sea hierático–
de la desangelada
seguridad del aislamiento.
Olvidarse de uno oyendo algo,
la insulsa música
de los 13 –¿o acaso más?–
canales de Televisión.
Y los bolsillos
bastante más vacíos a pesar
de no haber hecho nada
–o casi–
y haber sólo comido
un “sándwich”, una pizza,
o un poco de soja
en sucios restaurantes (?)
chinos, sin water ni lavabo.
Y así, echarse
de nuevo en la extranjera cama
y volver a dormir,
más cansados aún por lo visto
las piernas y también el pensamiento,
sin ánimo siquiera para un rato
de honda conversación.
¿Para qué? ¿para qué
tanto esfuerzo –y trozos de vida–
tan sólo para dormir, –mal–
lejos, en otra parte?
Alfredo Rubio de Castarlenas