JOÂO, OTRO CRISTO

 

 

Joâo estaba enfermo.

Como un árbol frondoso

que misteriosamente

un mal sutil, sin nombre,

se entró por las raíces

y secaba sus ramas.

 

 

También su lejanísima

tierra mozambiqueña

tiene enferma la sangre

tiene calor de llamas

se calcinan sus muertos

y tienen sed los vivos.

Nuestro Joâo enfermó

quizá de sintonía.

 

 

Joâo tenía, sí,

muy débil su latido.

No veía ni hablaba.

Parecía, ya inmóvil,

una estatua de ébano.

 

 

Todos, todos veníamos

repletos de vivencias,

repletos de ternura,

a cobijarnos mansos

junto a su doble sombra:

que era oscura su piel

y era techo benéfico

su presencia tan santa.

 

 

Un día soleado,

–como esos todo luz

de su tierra azul-verde–

en vez de irse muriendo

abrió otra vez los ojos.

percibió dimensiones

y el espacio del aire.

De nuevo apretó fuerte

su recia mano amiga

y comenzó a hablar.

Y sus palabras eran,

–con sonidos más hondos–

más densas y amorosas,

más de allá que de aquí.

 

 

Su yacente escultura

también se levantó.

Y al otro día anduvo

y quiso hasta comer

junto a todos vosotros

sentados a la mesa.

 

 

¡Oh banquete pascual!

Sin palabras os dijo

que, siempre, os amarais

los unos a los otros

como él os quería

¡como el Padre, a él!

 

 

(¡Oh; aquel Cristo negro

de tu cama cercano

al que tú sin querer

tanto te parecías!)

–una arrancada hoja

de portada de Domund

cogida en la Parroquia

Pancracial de Forcada–

 

 

Pasaron días, noches,

y vino Monseñor,

–nuestro buen Maximino–

traído por el Espíritu

siempre tan puntual.

Lo mismo Juan Miguel

Enrique y los Damianos.

 

 

En el río del tiempo,

Joâo languidecía.

y llegó aquella tarde

de dulce paradoja

–respiración difícil

pero de hablar muy plácido–

pasada suavemente

con su amigo Agustín

–su guía y su pastor–

ese amigo que lleva

un nombre de africano

(al que luego en la plática

exequial nos diría

que Joâo, tan humilde,

fue óptimo Maestro

de Cartujas y Fiestas.)

 

 

Nuestro santo Joâo

se confesó otra vez.

Oída la absolución

dijo amén y murióse,

llevándose –lo dijo

antes a su Agustín–

como regalo a Dios

las gentes conocidas

porque esas gentes ¡tanto

le seguían queriendo!

 

 

Y vino Juan José

por los aires del mar.

Arcángel mensajero

del Patriarca Patrón

de la vida y la muerte.

Entre tanto Joâo

sobre los blancos forros

de la caja de muertos

teniendo a sus pies

envuelto en una tela

de exótico estampado,

vestido a su país

y con los pies desnudos,

nos parecía un rey

de muy lejos venido

de allá del “horizonte”

de música silente,

de unos tiempos sin tiempo.

 

 

En vano se intentó

cerrar aquella caja.

La llave no, no pudo

cumplir su cometido

y entreabierta quedose

como si Joâo quisiera

repetir aquel día

del yantar codo a codo.

Y estar también presente

corporal y palpable,

en el banquete que hoy

por él se celebra.

Con cantos y silencios

en el mismo lugar

–brisa, pinos enhiestos,

rumor de agua y gente–

de “aquel” Pentecostés

de hace cuatro años

que le empujó a entrar

en la Murtra florida

como en un paraíso

de lenguas diferentes

pero entendibles todas

en el común lenguaje

de hablar en Caridad.

 

 

Terminadas las preces,

bajando ya a la tumba

–un pozo como herida

en la entraña del claustro–

tampoco permitió

la cerrara la piedra.

Sólo dos palos leves

en cruz de Santa Eulalia

posáronse suaves

sobre el vacío oscuro

replenado de cielo.

(Unas leyes de hombres

parece que prohibían

cerrarla hasta más tarde,

no me dicen por qué.)

Así, Joâo, gozoso

desde su alta gloria,

en el hombro apoyado

de su Santa, Santa Ana,

rodeado el celeste

brocal a ras del suelo

de macetas en flor

y teniendo a sus pies

una caja labrada

–por otras manos negras–

repleta a rebosar

de una tierra traída

bien amorosamente

del corazón de África.

 

 

Pudo ir despidiendo

aquella multitud

–Claraeulalias, Santiagos

y gente, gente, gente,–

que se le arrebujó

bajo la capa amable

de su ya triple sombra:

el color de su tez,

su cercanía buena

aun después de muerto,

y su muerte que es vida

ya en la “Clara-esperanza”

que la Virgen se vino

a presidir la tarde

con esta advocación.

 

 

Desde su caja abierta,

desde su abierta tumba

fue dándonos su adiós

diciendo sin decir

–¡pero todos los oíamos!–

Os espero… os espero

a compartir el gozo

que tengo entre mis manos

como una flor de olor

y de infinitos pétalos.

 

 

Venid. ¡No; no temáis,

que yo ya estoy aquí!

Yo, que os vine ya santo

–un puro don de Dios

a vosotros, amigos–

desde aquella cercana

cartuja medieval

que tenía por nombre

el mismo nombre hermoso

de donde ahora estoy.

Me encuentro en otro valle

y es otra la montaña

¡que todo el Cielo es

un alto Montealegre!

Os espero os espero…

 

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

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