Difícil sustraerse al ambiente navideño y de cambio de año a la hora de escribir… Más allá de los reclamos publicitarios y el trajín en el ambiente, resurgen temas que año tras año se mantienen ahí.
Me sonreía días atrás viendo una serie televisiva cuando, en medio de las peripecias de sus protagonistas y hábilmente salpicada con humor, se explicitaba por fin la clave de fondo que sustentaba la trama: la eterna lucha del bien contra el mal. A veces guardamos silencio sobre lo que importa y así, como decía Martin Luther King, nuestras vidas comienzan a acabarse. Callar sobre la lucha que sigue produciéndose hoy como siempre, es una forma de dar ventaja a quienes con mayor habilidad manejan las armas de la propaganda y la comunicación.
No me canso de repetir aquello que escuché a Adela Cortina hace años, cuando reformulaba el principio de realizabilidad de Hans Albert —«aquello que no puede hacerse, no ha de hacerse»—. Albert cuestionaba este aspecto de las utopías que, a fuer de invitar a lo irrealizable, generan frustración, injusticia y desánimo.
Como señala Cortina, tal principio es de gran sentido común. Pero, sagazmente, señala ella que eso sigue dejando pendiente algo crucial: quién ha de decidir qué es o no realizable. Y aquí aporta una distinción que sigue pareciéndome enormemente clarividente: «hay quienes, haciendo uso de una razón perezosa, sin alma y sin corazón, ven imposibilidades por todas partes, mientras que otros, llevados por una razón diligente, que “aprecia, ama y considera desde la reflexión”, amplían de un modo increíble el ámbito de lo posible.»
En mi opinión, esa es una gran clave para enfocar esto que simbolizamos en la lucha entre el bien y el mal, lucha que hoy acostumbramos a concretar en términos de justicia.
Ante los discursos tintados de fatalidad en que parece que tenemos que resignarnos a perecer en manos del lado oscuro del género humano, conviene reactivar nuestras razones diligentes. Razones que no se arredran ante la dificultad, que no se acobardan ante los costos que implica vivir conscientemente, que se detienen a contemplar la vida para salir determinados a defenderla, en los modos que hoy sean precisos. Esas son las razones proféticas del siglo XXI. Las que cuando anuncian esperanza, llega vertebrada de realismo y creatividad.
El protagonista de la serie —ese Javier Gutiérrez cuyo nombre en los créditos de un filme ya suena a invitación— dista mucho de tener pinta de héroe. Y, de hecho, él mismo dice que está harto de serlo. El bien queda encarnado en un tipo bajito, que se empeña en quitar trascendencia a lo que sucede, convirtiéndolo en un simple hacer lo que hay que hacer; con una retranca con la que conjura lo imposible (me gusta que sean los agentes del bien quienes tengan el sentido del humor de su lado) y un juego de miradas que despliega un abanico expresivo para deleitarse.
«La humanidad está en peligro», dice la directora de la pasarela: «Solo vosotros podéis detener lo que parece inevitable.» Las razones diligentes de Márquez, el Enlace y Sebas son la metáfora de tantas otras que, sumando, amplían el ámbito de lo posible hasta cotas increíbles, haciendo posible lo que es necesario para la dignidad humana.
Esta es mi propuesta para dar cuerpo al espíritu navideño y orientar los propósitos de Año Nuevo. Este año, añadiré a los clásicos navideños el próximo capítulo de Estoy vivo cuyo avance nos ponía sobre la pista: «el odio destruye todo lo que encuentra a su paso, a ti y a los que te rodean. […] Al mal solo se le puede vencer con amor.» Pues eso.
Natàlia Plá