Era una anciana que pedía limosna. Aunque hiciera calor, ella sentía frío. Empezaba el otoño y sabía, por experiencia, cuánto se le agarrotarían las manos en el invierno. Casi nos las podría mover.

Había visto y revisto en el escaparate de una tienda guantes de lana, gordos, de diversos colores. Un día, venció sus reparos y se atrevió a entrar en ella, a pesar de su vestimenta vieja, un tanto andrajosa y suponía que maloliente, aunque ella no lo percibiera.

En efecto, su presencia causó un gesto de extrañeza en la dependienta que frunció el entrecejo.

La viejecita, con la voz más amable que pudo, dijo:

– Señorita, en invierno tengo un frío terrible en las manos. Desearía comprar unos guantes de lana. Trato de ahorrar para poderlo hacer. Pero como tengo también otras necesidades –comprarme pan, un poco de queso, alguna fruta– me gasto el dinero. Yo volvería, aquí lo más frecuentemente posible y le daría a usted lo que fuera ahorrando y usted me lo guardaría, y así, cuando tuviéramos la cantidad, usted me daría los guantes.

La dependienta no sabía qué responder. La viejecita, sin más, depositó 15 pesetas sobre el mostrador y sonriendo, como excusándose, se marchó.

Volvió casi cada día y dejaba otras 5 o 10 pesetas (nunca menos de 5 ni más de 10); era todo lo que podía «ahorrar»

El invierno llegó y aún faltaba bastante para la cantidad que las grandes etiquetas mostraban enganchadas en los guantes.

La viejecita dijo a la dependienta:

-Hace mucho frío, ¿podría, señorita, darme ya uno de los guantes, el de la mano derecha, de color negro? Yo le seguiría trayendo dinero y cuando acabe de pagarlos ya me llevaré el otro. La mano izquierda, entre tanto, la esconderé en el vestido, pero la derecha…

La dependienta quedó aún más perpleja. Le dijo que tenía que consultar con el dueño. Este dijo que eso no podía hacerse, pues había el peligro de que quedara desparejado ese par… ¡y quién sabe si la vieja volvería a la tienda al tener ya uno de los guantes!

La dependienta no se atrevió a decir esto a la viejecita; le daría el guante que pedía y ya se responsabilizaría ella misma del resto del importe si la viejecita no cumplía su palabra. La viejecita se marchó ya semienguantada y muy agradecida.
Y siguió apareciendo con frecuencia e iba aportando duro a duro lo que aún le faltaba para el guante izquierdo, y poder así, tener las dos manos calentitas, pues iba arreciando cada vez más el invierno y no siempre podía tener su mano izquierda escondida entre los pliegues.

El dueño de la tienda, desde su despacho interior, preguntaba a veces:

– Qué, ¿sigue viniendo la viejecita con sus «ahorros»?
– Sí, sí señor.

Y el dueño contraía la cara, con una cierta preocupación.

Cuando sólo faltaban otras 15 pesetas –como aquellas que con esfuerzo dio al principio– pasaron algunos días y la viejecita no venía.

El dueño, remordiéndole la conciencia –no sabía bien por qué–, había determinado dar los guantes a la viejecita –los dos, pues no sabía que ya tenía uno– y regalarle como premio a su constancia y honradez 500 pesetas, Bueno… 1000.

Había hablado del curioso caso a su esposa, y ésta, conmovida, dijo que habría que hacer algo por esa viejecita, buscarle un sitio en algún asilo… saber si tenía familiares….

Unos días después entró un joven en la tienda.

– ¡Uf!, he tenido que buscarles en el listín telefónico.
– ¿Qué desea?
– Soy empleado del Hospital Clínico. Hace unos días trajeron a una viejecita aterida de frío… murió poco después. Al registrar sus ropas encontramos algunas monedas, y un papel garrapateado que decía –como puede usted ver–: «Entreguen por favor, a la tienda «Castor» 15 pesetas» No supimos de qué podía tratarse, pero aquí tienen el papel y las 15 pesetas.

Vio cómo la dependienta trataba de ocultar sus lágrimas. El joven se fue sin entender nada. La dependienta abrió un cajón y cogió el guante de la mano izquierda y se lo llevó al corazón; luego lo besó… y lo guardó en su bolso. Por nada se habría desprendido de ese recuerdo.

Dejó pasar unos minutos y, dominándose, entró en el despacho, y tratando de ser natural dijo al dueño:

– Había olvidado decírselo.
La viejecita ya vino, pagó lo que le faltaba y le di los guantes.
– ¿Cómo no me llamó, le dije que quería verla…
– Había unos clientes en aquel momento y se me pasó…

– Si vuelve o averigua usted dónde pide limosna, dígamelo.

Dudo un momento, pero se decidió a seguir:

– Es que…
– ¿Qué?

– Ahora un joven, que se ve que la conocía, me ha dicho que murió en el hospital, donde la llevaron congelada de frío, ya sin remedio…

El dueño contrajo la cara como si sintiera el dolor de una puñalada en sus entrañas. La dependienta salió rápida y disimuladamente estrujó de nuevo su bolso –estuche ya de un tesoro– sobre su pecho.

En el interior del despacho, derrumbados sus brazos y su cabeza sobre la mesa tan llena de papeles con números y más números, el dueño empezó a llorar… como no había llorado en toda su vida.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Diario de Avila, noviembre de 1989
Nueva Alcaria, noviembre de 1989
Poble Andorra, noviembre de 1989
Diari de Sabadell, diciembre de 1989
Extraordinari Nadal, diciembre de 1989
Catalunya Cristiana, diciembre de 1989
Comarca de Trujillo, enero 1990.
La Montaña de San José, enero 1990.
Vi i Ve, abril 1990.
El Adelantado de Segovia, diciembre 1990.
Sagrada Familia, enero de 1991.
El Siglo, enero de 1992.
Revista RE en Castellano, Nº8

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