Para los apresurados que no tienen tiempo de leer: recuerden esta frase que alguien regaló a Albert Espinosa: «“Llego 10 minutos tarde” es un epitafio muy absurdo.» ¡Vivan! Pero ¡vivan de verdad! Que ya está bien de sucedáneos con las cosas importantes.
Para el resto, seguimos.
La lógica de la vida no es alcanzar una cifra desorbitada en una cuenta de resultados. Tampoco es perseguir un fin con tal obsesión que se pase por alto el camino. Muchos han compartido —con un grado de certeza vital que conmociona— que el secreto de la vida está en el vivir. Que el placer y el sentido se hallan en el trayecto y no, única o necesariamente, en la meta.
Lo sé: parece nimio de tan obvio. Y lo sería si no fuera porque tantos acaban lamentándose de haber errado en la partida fundamental de la vida. Será que algunas cosas, por sencillas, pasan desapercibidas o son menospreciadas. Recordar ciertas cosas es algo así como un acto de filantropía, de amor al género humano.
«Lo más difícil de aprender en la vida es qué puente hay que cruzar y qué puente hay que quemar». Bertrand Russell
Establecer bien cuáles son los objetivos, las expectativas, es crucial para determinar dónde está el verdadero éxito. Lobos con piel de cordero han asumido el lugar de lo que otorga la categoría de una vida exitosa. Logros que acaban sabiendo a vacío, poderes inútiles ante los verdaderos retos, investiduras que se esfuman a la hora de la verdad.
Del mismo modo es fundamental detectar con nitidez y acertar al elegir cuáles son las fuentes: sí, las fuentes de sentido y de esperanza. ¿En qué invertir ese tiempo precioso que, sutilmente, tantos nos van arrebatando sin tener legítimo derecho a ello? ¿Qué es aquello por lo que vale la pena gastar la vida?
Cuesta pensar que haya mejor meta que haber sabido apreciar y aprovechar cada momento, cada ocasión cuando nos fue ofrecida. Ni una mayor aspiración que tener la sabiduría de percibir los regalos de la vida, de no dejarlos escapar ni aplazarlos para un tiempo que no podemos controlar ni garantizar.
«Nos hacemos viejos y enfermos sin haber probado siquiera nuestras secretas pasiones, sin descubrir nuestro verdadero trabajo o convertirnos en la persona que nos hubiera gustado ser. Igualmente llegaríamos a ser viejos y enfermos un día aunque hubiésemos realizado lo que anhelábamos, pero no tendríamos nada que lamentar. No nos encontraríamos al final de una vida vivida a medias.» Elizabeth Kübler-Ross
Ante el horizonte de una muerte cierta, algunos perciben con desgarro cierta frustración vital. Proviene de no haber sabido vivir cuando era posible; de haber aplazado reubicar el motor de su vida una y otra vez en función de objetivos que de repente se desmoronan, casi absurdos, carentes de auténtico sentido.
La enfermedad a veces es una oportunidad para revisar ciertas cosas. Sin embargo, se sigue errando la perspectiva. Van siendo más los que, desde la experiencia, cuestionan ese lenguaje común que plantea la enfermedad en términos de lucha, de batalla. No es que no haya algo de eso. Pero da la impresión de que sólo importa el final de esta: si se gana o se pierde. Poca cuenta se echa de la vida que se da en el «durante» de la enfermedad. Siendo, por el contrario, que hay veces en que el sentido de una vida se condensa ahí, con total independencia de si se sana o se muere.
El tiempo que se vive durante la enfermedad tiene tanta —a veces incluso más— entidad como el tiempo de vida sana. Configura al ser, y define las relaciones con una carga de veracidad que multiplica su valor. En verdad se pierde la vida, no tanto con la muerte, como desperdiciándola mientras se está vivo. Porque, aun cuando está enferma, la vida sigue latiendo.
«Nada está perdido si se tiene por fin el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo.» Julio Cortázar
En honor a la verdad, hay que reconocer que todo esto se sabe, se dice, se ve… Por eso no cabe la sensación de estafa en quienes no han querido atender las voces críticas con los eslóganes de nuestra sociedad del consumo y el éxito. Cada quien acaba decidiendo qué escuchar y a qué hacer oídos sordos.
No creo que haya objetivo que tenga parangón con haber conocido algo de lo que es el amor. Con haber sido capaz de amar y haberse sentido amado. Con haber amado a través del quehacer, del estar y del ser. Quien saborea eso, ha sido bendecido existencialmente con independencia de la cantidad de años vividos. El resto está muy bien para aderezar la vida. Pero solo el amor la dota de sustancia.
Por eso, cierro como comencé, con un epitafio: unos versos de Pere Casaldàliga que tantas personas eligen para despedir a sus seres queridos. Esta sí es una buena hoja de ruta:
«Al final del camino me dirán:
¿Has vivido? ¿Has amado?
Y yo, sin decir nada,
abriré el corazón lleno de nombres.»
Natàlia Plá