A Juan Miguel en la Ermita de San José y Santa Rita.
A Juan Miguel que escribe lo que refiero y lo guarda.
Relaciona unas cosas con otras y lo esplendece todo.
Y lo bien predica.
I. Yo soy cauce que baja de los montes.
Y tú, enorme lago
que recoge las aguas agitadas
y las remansa.
Quietas se convierten
¡quién lo dijera! en silencioso espejo
que refleja la luz cambiante
de los cielos diurnos
y las nubes parecen en su fondo
insólitos ángeles-peces mensajeros,
retenidos
en una red de inversas cumbres.
¡Y se embellece aún más todo el paisaje!
De noche tu hondo lago,
se transfigura para ti
en un volcán de estrellas y de ígneos
pedazos de la luna
que se quebró por el frisar del agua
al suave viento
del preamanecer.
II. Sí, ya lo sé, mi buen hermano;
soy cauce pedregoso en la ladera
de esa Montaña para algunos tan ignota.
Y tú después, eres un largo
y permanente río
que transporta gozoso las aguas a los valles
para que puedan dar frutos ubérrimos.
(Y por istmos desconocidos
de los geógrafos
haces que lleguen,
también,
a otros Continentes).
III. Tengo experiencia que mi cauce
¡ay buen amigo!
a veces queda seco.
Entonces eres tú esforzada presa
para guardar con avidez el agua
y así poderla
ir derramando generoso
a su debido tiempo,
para que no se mustien
los sotos, los huertos y los campos.
¡Oh dique levantado día a día
con coraje y premura
del buen hacer de tu quehacer antiguo
de joven arquitecto!
Y a la vez logras transformar
la atronadora
cascada de las aguas
por las venas ocultas de tu dique,
en misteriosa, inefable,
energía para los músculos
etéreos del espíritu.
IV. Soy cauce pedregoso que a menudo
teme y reteme el estiaje lánguido
de imprevistos estíos.
Mi accidentado lecho
en esta dura coyuntura hasta ignora
cómo, otrora, era
el íntimo frescor del agua
y el múltiple concierto
de sus voces alegres.
Y voy perdiendo
muchos recuerdos desflecados
por los lejanos laberintos
de la memoria.
¡Ay buen protector mío,
mándame entonces cauce arriba
un poco de tu agua remansada!
V. Mi buen escuchador Juan Miguelazo
¡Sé lago, presa, río, delta!
mansa albufera con cien canales
de trazado sagaz.
¡Administra el tesoro de las aguas!
Bebe. Distribúyelas.
Que nunca pasen sed
ni hambre alucinada y acuciante
las almas de mis hijos
ni de los tuyos tampoco.
VI. Y cuando el cauce
de bien limadas piedras
ya del todo se seque y desmorone,
buen José de mi muerte ya cercana,
¡verás como te brotan
en tus ambas riberas
mil fuentes
de aguas vivas y claras!
que seguirán alimentando
tu anchuroso río caudaloso.
VII. Y si a veces, tumbadas en la hierba,
estas fontanas se adormecen
-quien sabe si por éxtasis-
¡mira hacia adentro de ti mismo!
al pozo de agua inasequible y transparente
de tu siempre novísima conciencia,
¡oh pequeño y redondo lago
de infinito profundo
inmóvil manantial de manantiales!
Si te inclinas sobre el brocal
y entrevés como un rostro,
no creas es el tuyo reflejado.
No. Que muy ciertamente
será siempre el de Dios.
VIII. ¡Ah Juan Miguel, mi hijo bienamado,
Neo ángel Guardián
de todos estos Álbum!
Alfredo Rubio de Castarlenas